martes, 11 de octubre de 2016

Sobre la esperanza (III)

La reflexión del card. Ratzinger sobre la esperanza -tal como hemos visto en dos catequesis anteriores- ofrece su relación con las esperanzas humanas finitas y quiere mostrar su fundamento en una realidad ontológica.


Ahora, avanzando más, quiere ofrecer, según sus propias palabras, un giro "franciscano", señalando cómo la esperanza y el franciscanismo son palabras vigentes y con fuerza aún hoy, para nosotros, que hemos de esperar en el Señor y debemos aprender a esperar con la esperanza verdadera.

Sean sus palabras las que nos catequicen, es decir, ilustren la inteligencia y forjen la conciencia con nuevas y claras orientaciones.


"Las dimensiones de la esperanza.
Su componente franciscano


a. Esperanza y posesión

A primera vista, podría parecer que las afirmaciones de la Carta a los Hebreos provienen de una visión platónica del mundo en la cual, al mundo visible de las apariencias, se opone la sustancia invisible, sola y única realidad, a la que se debe aferrar. Sin embargo, cuando se sigue el avance de este pensamiento, aparece cómo este esquema se pone al servicio de una dinámica de la esperanza que no ha podido nacer más que del encuentro con Cristo resucitado, con la promesa que no se cansa de expresar, sino que es él mismo. 


A esta dinámica de la esperanza pertenecen, como hemos visto, el espíritu franciscano que se libera de la dictadura de la posesión, de este error fundamental de una necesidad enfermiza de poseer que considera los bienes como la "sustancia" real de la existencia. Allí donde la posesión en sí misma aparece como una garantía para el futuro, es una pseudo-esperanza que se desarrolla y que no podrá finalmente sino decepcionar al hombre. La ley de la posesión afecta a la hypostolè, al juego del escondite de los acomodamientos por los que se busca asegurar las simpatías de los poderes del momento, y a agarrarse a su "sustancia".

Aquel que busca asegurar por la mentira salvará quizás su posición (ta hyparchonta). Pero el que precio que hay que pagar es muy caro: se destruye y se pierde su verdadero fundamento (la "hipóstasis"). La esperanza zozobra hacia el cinismo. Francisco es testigo y garante de la esperanza porque ayudó al hombre a "aceptar con alegría" (Hb 10,34) la pérdida de su rango, de su posición, de sus bienes, e hizo visible tras las falsas esperanzas, la verdadera, la auténtica esperanza, la que nadie puede requisar ni destruir. 

En este contexto, quisiera recordar la oración final, tomada del Gelasianum vetus, prevista en el Misal de Pablo VI para la fiesta de la Ascensión. Con la Iglesia, suplicamos en ella para que nuestro corazón tienda allí donde nuestra "sustancia" está ya, junto al Padre de Jesucristo, junto a nuestro Dios. Y en efecto, ninguna otra fiesta del año litúrgico expresa tanto como la Ascensión de la Cristo la esencia de la esperanza cristiana: con Cristo, nuestra "sustancia" está al lado de Dios. Él va ahora a tratar de situar nuestra vida real en nuestra sustancia, de no pasar al lado de la sustancia de nuestro ser propio; de no dejar nuestra vida real fuera de su sustancia, de no dejarla transcurrir por la nada, la casualidad, lo accidental. ¡Y qué fácil es al hombre pasar así, toda su vida, al lado de sí mismo, de caer en la alienación y de ahogarse en lo secundario!

Finalmente, una vida así se volverá vacía de sustancia y por tanto vacía de esperanza. Que nuestra esperanza esté ya en el paraíso, esa es la esperanza que nos lleva. Vivir como alguien que espera, es hacer entrar nuestra vida en lo real de nosotros mismos, es vivir de y en el cuerpo de Cristo. Esta es la hypomonè, la paciencia en el tiempo; lo mismo que la hypostolè, es entrar en el azar, ocultarse ante la verdad y así quitarse la vida.

b. Esperanza y recolección del ser 

Encontramos aquí, bajo otro ángulo, la dimensión franciscana de nuestra tema. Me gustaría mostrarlo con un pasaje sacado de los sermones para el Adviento de san Buenaventura, tesoro de la teología y de espiritualidad de la esperanza. El santo comenta esta frase del Cantar de los cantares querida por la tradición mística: "A su sombra deseada me he sentado" (2,3). La sombra de Cristo, dice Buenaventura, es la gracia, que es para nosotros refugio y frescor en el ardiente calor del mundo. "Estar sentado" significa el apaciguamiento del espíritu, el recogimiento, lo contrario de un pensamiento dando vueltas, sin fin, disperso.

Para entrar en el dominio de Aquél hacia el que tiende nuestra espera interior, hay que dejar de estar "volcado a lo exterior y, por el contrario, estar recogido en el interior; que nada venga a interponerse, que pueda dejar penetrar en él el gusto de la eterna bondad". Estas palabras, si parecen un poco abstractas, se esclarecen cuando se les relaciona con lo que las leyendas de san Francisco nos cuentan del origen del Cántico del sol. En medio de los dolores casi insoportables de su enfermedad y en una residencia poco hospitalaria, Francisco toma conciencia del tesoro que le ha sido dado; la voz del Señor le dijo: "vive en adelante con serenidad, como si estuvieses ya en mi Reino". Durante sus últimos años, Francisco era un hombre que lo había perdido todo: salud, posesión, su propia fundación (ta hyparchonta). Y precisamente de él provienen las más sabrosas palabras de alegría: cuando todas las esperanzas son arrebatadas, se atraviesan todas las decepciones, entonces se levanta la "esperanza fundamental" en su invisible grandeza. Francisco acababa de dejar entonces lo "accidental" para entrar en la "sustancia". Libre de la multiplicidad de las esperanzas, se convirtió en el gran testigo de lo que el hombre tiene esperanza, de lo que es un ser de esperanza.

Más concretamente aún: ¿no corremos todos el peligro de perder, en las preocupaciones cotidianas, la gracia de la esperanza? Cuanto más nuestra vida se expatria hacia lo exterior, menos la gran y verdadera esperanza puede dar la talla frente a los desengaños causados por los problemas de cada día. Éstos permanecen poco a poco como la única realidad, la existencia se vuelve gris, las esperanzas se desgastan, el optimismo inicial se agota, y el mal humor se convierte en una forma disimulada de desesperanza. Sólo podemos permanecer como hombres de esperanza si nuestra vida no se contenta con instalarse en lo empírico y cotidiano, sino que se acerca sólidamente a la "sustancia". Cuanto más nos recogemos en ella, más se convierte la esperanza en real y más brilla en la labor cotidiana.

Así solamente percibimos la claridad del mundo que, si no, se vuelve cada vez más opaca. El Cántico del sol, como la figura entera de San Francisco, hace resonar la fuerza de la esperanza: nos indica el camino para entrar en la esperanza".

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Ya nos queda la última parte del artículo, donde Ratzinger desarrollará la esperanza con su componente franciscano. 

Es un enfoque muy original que espero nos enriquezca.

Seguimos estudiando y contemplando la virtud de la esperanza.

3 comentarios:

  1. Ratzinger escribe muy bien sobre la esperanza. Me ha emocionado este párrafo:

    "Más concretamente aún: ¿no corremos todos el peligro de perder, en las preocupaciones cotidianas, la gracia de la esperanza? Cuanto más nuestra vida se expatria hacia lo exterior, menos la gran y verdadera esperanza puede dar la talla frente a los desengaños causados por los problemas de cada día. "

    Gracias y un abrazo, esta vez consonante.

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  2. La gracia excitó en el alma de Francisco una fe tan viva que la más ligera sombra de duda no logró nunca empañar, le había comunicado el más perfecto conocimiento de sí mismo y le había colocado en la humilde postura del publicano que repite sin cesar la plegaria: “Señor, tened piedad de mí, pobre pecador”. Cristo era el fundamento de su esperanza.

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  3. Una foto muy hermosa con la fragancia del Cielo.Abrazo fraterno.

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