lunes, 3 de octubre de 2016

El Bien que orienta interiormente

Vamos a partir en esta catequesis sobre la conciencia de dos textos; uno del Concilio Vaticano II citado por el Catecismo de la Iglesia Católica, el otro es un texto patrístico.

La conciencia es la voz interior de Dios en el hombre, la instancia que por su propia naturaleza está dirigida, orientada, hacia el bien y, por tanto, tiende a buscar en todo el bien, a reconocerlo. Su estructura está hecha para el bien y la Verdad.



“En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal [...]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón [...]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16)" (CAT 1776).

Esa ley que el hombre no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer, está dada por Dios y sembrada en el corazón del hombre para que éste actúe por connaturalidad con el bien, lo reconozca casi por instinto, como una fuerza seminal en su interior que se va desarrollando.

El texto, delicioso, de san Basilio Magno ofrece la perspectiva de esa acción previa de Dios en el hombre:

"El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección. Por esto, nosotros, dándonos cuenta de vuestro deseo por llegar aesta perfección, con la ayuda de Dios y de vuestras oraciones, nos esforzaremos, en la medida en que nos lo permita la luz del Espíritu Santo, por avivar la chispa del amor divino escondida en vuestro interior (Regla Monástica, respuesta 2,1).


Son textos de nuestra Tradición eclesial donde se señala cómo la estructura innata de la conciencia humana está dirigida al bien y se desarrolla como una fuerza inscrita por Dios en su interior: "hemos recibido en nuestro interior una originaria capacidad y prontitud para cumplir todos los mandamientos divinos..., que no son algo que nos venga impuesto desde fuera" (ibíd.). La misma idea, con su peculiar estilo, la repite de manera simple, condensada, san Agustín: "Al juzgar no sería posible decir que una cosa es mejor que otra, si no se nos hubiera impreso un conocimiento fundamental del bien" (De Trin., 8, 3, 4).

En cierto modo se podría decir que hay un recuerdo original en nuestra conciencia que se despierta hacia el Bien, que tiende al Bien. Instintivamente, gracias a esta "memoria", a este "recuerdo", hay elementos que directa y mediatamente percibe como buenos y otros, instintivamente, como malos y rechazables, halla armonía con algunas cosas y contradicción con otras.

Esto es "un sentimiento interior, una capacidad de reconocer, de tal modo que aquel a quien interpela, si no se halla íntimamente replegado sobre sí mismo, logra escuchar el eco dentro de él; y, se percata: 'a esto me inclina mi naturaleza y esto es lo que busca'" (Ratzinger, El elogio de la conciencia, Madrid, Palabra, 2010, p. 28).

Éste es el sentido que tienen las afirmaciones paulinas cuando hablan de la capacidad de reconocer en el hombre. Cuando el Evangelio se predica, corresponde a ese deseo, a esa memoria interior y la ley del bien sembrada en su corazón, por lo que se acepta gozosamente.

Esta ley interiorizada, que se reconoce porque está inscrita en el corazón, permite que el hombre pueda obrar el bien y acoger la Verdad. Éste es el sentido verdadero. "En este sentido puede decir san Pablo que los paganos son ley para sí mismos. No en el sentido de la idea moderna y liberal de autonomía, que excluye toda trascendencia del sujeto, sino en el sentido mucho más profundo de que nada me pertenece tan escasamente como mi propio yo, que mi yo personal es el lugar de la más honda superación de mí mismo y del contacto con aquello de donde provengo y hacia lo que soy dirigido" (id., p. 28).

Difícilmente esto casa con la "heteronomía" moral que algunos postulan; ésta consiste en que yo creo la ley, acepto algunos elementos y rechazo otros, como si la fuente de la moral y del bien y de la Verdad, fuera uno mismo, la propia persona.

Más bien, como vemos, la ley está inscrita en el corazón y actúa como una fuerza que atrae, que reconoce y orienta. El hombre no crea el bien ni la Verdad, los reconoce. El sentido del bien se le ha impreso en su interior.

"Retomemos de nuevo la idea de san Basilio: el amor de Dios, que se concreta en los Mandamientos, no se nos impone desde fuera -subraya este Padre de la Iglesia-, sino que se nos inculca de antemano. El sentido del bien se nos ha impreso, declara san Agustín. A partir de ahí estamos en condiciones de entender correctamente el brindis de Newman, primero por la conciencia y solo después por el Papa. El Papa no puede imponer mandamientos a los fieles católicos solo porque él lo desee o lo considere útil. Tal concepción moderna y voluntarista de la autoridad deforma el auténtico sentido teológico del papado. Es así como en la época moderna se ha vuelto tan incomprensible la verdadera naturaleza del ministerio de Pedro, precisamente porque en este horizonte mental solo cabe pensar en la autoridad con categorías que ya no permiten establecer puente alguno entre sujeto y objeto. De ahí que todo lo que no provenga del sujeto no pueda ser más que una determinación impuesta desde fuera. Las cosas aparecen completamente diferentes a partir de la antropología de la conciencia" (id., p. 29).

Ese sentido del bien inscrito en el corazón, sí necesita una ayuda exterior que le permita reconocerlo con mayor facilidad y obedecer más ágilmente (siempre con la ayuda de la gracia). Es una ayuda exterior para que la conciencia sea más consciente y despierta; no le da nuevas normas ni le añade más preceptos, sino que ayuda como una guía a la conciencia. Despierta esa memoria primigenia de la conciencia, lo dado por Dios, y le ofrece caminos de realización.

Esa sería la tarea de quienes tienen que formar la conciencia de los otros y sería la tarea de la Iglesia:

"En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14)" (CAT 1785).

La Iglesia, el Papa en el lenguaje de Newman, "no impone desde fuera, sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende" (Ratzinger, id., p. 31). Por eso, "todo el poder que posee [el Papa] es poder de la conciencia: servicio al doble recuerdo, en el que se basa la fe, que debe ser continuamente purificada, ampliada y defendida contra las formas de destrucción de la memoria, amenazada tanto por una subjetividad que olvida su fundamento como por las presiones del conformismo social y cultural" (id., p. 31).

1 comentario:

  1. Hace unas pocas entradas, hablaba la del día de hombres de conciencia.Hoy, siglo XXI, encontramos un vacío que empieza por la falta de formación de la conciencia desde la niñez.

    Dichosos los que viven en tu casa, Señor (de las antífonas de Laudes)

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