miércoles, 13 de julio de 2016

La Iglesia, la historia y la historia de la Iglesia

Por varias razones, este discurso de Pablo VI me ha llamado la atención y creo que nos puede iluminar.

Aborda de qué manera acercarse a la historia y estudiarla. Algo tan sencillo, que sin embargo ha sido manipulado en tantas ocasiones, tergiversando la historia, o silenciándola, o manipulándola, o mostrándola desde el prisma de diferentes ideologías y memorias. La historia nada tiene que ver con ello, pues ella estudia los hechos pasados, con documentos, con la verificación propia de esta ciencia.


Conocer la historia, qué duda cabe, enriquece a todos al ver de dónde venimos y las causas profundas, siempre varias y no una única causa, que desemboca en la vida de los hombres y sus cambios, a veces dramáticos.

También es bueno, buenísimo, conocer la historia de la Iglesia, inmunizándonos así a las leyendas negras que circulan interesadamente y que una mente acrítica, o con poca base, asumiría sin dudar. Recordemos, por ejemplo, cómo san Felipe Neri en su Oratorio, dedicaba mucho tiempo a explicar la historia de la Iglesia a sus jóvenes. Somos un pueblo con una historia concreta, y esa historia la hemos de conocer nosotros desde ella misma y no desde fuera, con los prejuicios de las leyendas que circulan impunemente.

Se trata de estudiar, de leer, de formarse y forjarse criterios. La Iglesia no tiene miedo a la historia, porque ni la magnifica ni la disfraza; en todo caso, tiene miedo de los manipuladores de la historia.

Veamos las orientaciones que ofrecía Pablo VI en un discurso.

"Quisiéramos deciros hoy brevemente lo que constituye, a los ojos de la Iglesia, la dignidad de la historia. 
El primer punto que se impone a la atención es el rigor de su método. El método histórico está basado en la investigación: investigación del documento, del texto auténtico, del escrito contemporáneo de los acontecimientos que se estudian. Investigación muchas veces larga y difícil, a veces recompensada -no siempre- por el descubrimiento inesperado del documento que viene a esclarecer un aspecto de la realidad histórica, a confirmar una hipótesis largo tiempo acariciada. Esta investigación supone calidades y virtudes que tienen gran precio a los ojos de la Iglesia; en primer lugar, la paciencia, que es la compañera fiel del investigador en un trabajo con frecuencia árido y monótono; la perseverancia en el estudio de los textos; el arte de interpretarlos, de hacer revivir una época más o menos lejana y olvidada, de insertar un dato aislado en un contexto general.

Aquí interviene otra cualidad fundamental para el historiador: el espíritu crítico. Saber discernir, apreciar, comparar, dar su justo valor a cada documento, utilizar, sin forzar sus límites, el argumento del silencio. ¡Qué decir de la lealtad intelectual absoluta que se impone al investigador en esta tarea! Además se requiere imaginación, precisión, claridad, organización... En verdad el método histórico es una ruda escuela, una ciencia exigente, una disciplina de primer orden para la formación del espíritu, austera disciplina, sin duda, pero cuyos frutos son nutritivos y sabrosos.

Sin embargo, el método no lo es todo. No es más que un medio para conseguir un objetivo. Lo que más dignidad da a la historia es su objetivo: tiende a la verdad, está al servicio de la verdad.

La verdad histórica. ¡Qué desarrollo exigirían estas simples palabras! ¿Existen muchas verdades? Ciertamente que no. Y, sin embargo, la verdad histórica no es la verdad matemática, no es la verdad de las llamadas "ciencias exactas". No descansa en la demostración, sino en el testimonio y en la interpretación de este testimonio.

Quizá sea éste el punto principal de encuentro entre vosotros y nosotros, entre la verdad religiosa, de que es depositaria la Iglesia, y la verdad histórica, de la que vosotros sois los buenos y activos servidores; todo el edificio del cristianismo, de su doctrina, de su moral y de su culto descansa, en último término, en el testimonio. Los apóstoles de Cristo testimoniaron de lo que vieron y escucharon. Su testimonio quedó registrado de viva voz y por escrito. Ha atravesado los siglos suscitando, a lo largo de los tiempos, la investigación apasionada de exégetas, teólogos, patrólogos, juristas e historiadores.

Interés de la Iglesia por las ciencias históricas

Os manifestamos con ello cómo un organismo de naturaleza espiritual y religiosa como la Iglesia católica está interesada en el establecimiento y en la afirmación de la verdad histórica, cómo comprende y aprecia la importancia de trabajos como los vuestros; ella también está inserta en el tiempo, también tiene una historia, y el carácter histórico de sus orígenes tiene especialmente para ella importancia decisiva.

Esto explica que ella no haya dudado, especialmente en estas últimas décadas, teniendo en cuenta el progreso de las ciencias históricas, en abrir de par en par el tesoro de sus archivos a los investigadores calificados de todas las tendencias. Fundada en aquel que pudo decir de sí mismo: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6), la Iglesia no teme, pide y desea la manifestación de la verdad, y se alegra profundamente de las posibilidades de colaboración internacional que le ofrece en este plano vuestro Comité. Ella misma ha tenido que luchar muchas veces, en el curso de su historia, para defender la autenticidad del canon de sus Escrituras contra la pululación de escritos apócrifos. Ha denunciado muchas veces los errores, las falsificaciones, las leyendas, que se habían incrustado, como parásitos, en el tronco vigoroso de la tradición eclesiástica. Dan fe de ello con brillantez obras de alta importancia histórica como, por ejemplo, la del padre Hartmann Grisar, sobre Roma al término del mundo antiguo, o la de De Rossi, sobre "Roma subterránea", o como la monumental "Papstgeschichte", del barón Ludwig von Pastor, o también la gran colección de la "Historia de la Iglesia", de Fliche y Martin, etc.

En la investigación de la verdad la Iglesia está a vuestro lado. Hace suya, como vosotros, la regla de oro del historiador enunciada por Cicerón: "No decir nada falso, ni omitir la verdad" (Cicerón, "De Oratore", 2, 15). El servicio fiel a la verdad, he ahí el segundo y muy noble elemento de la dignidad de la historia.


Después de su método y de su objetivo habría que decir unas palabras también del objeto de la ciencia histórica. Aquí también aparecería con viva luz la singular dignidad de la disciplina a que consagráis vuestros esfuerzos. Otras ciencias, admirables cada una en su orden, tienen por objeto los elementos que constituyen la maravillosa multiplicidad del cosmos, estudian la formación de la tierra y de los astros, las maravillas del reino vegetal o animal. La historia está centrada en el elemento más noble de la creación: se ocupa del hombre, de lo que ha dicho, ha pensado, ha realizado a lo largo de los tiempos, de todas las empresas con que está tejida su historia.

Si tuviéramos tiempo habría que desplegar ahora ante vuestros ojos el inmenso panorama de la vida humana a lo largo del tiempo, con sus personajes destacados, sus instituciones, sus acontecimientos. Habría que hacer lugar aparte, y se hace hoy cada vez más, a los grandes movimientos y corrientes de ideas, a los factores no sólo políticos y militares, sino sociales y económicos, a las fuerzas presentes u opuestas, según la diversidad de los tiempos y países. La amplitud del campo abierto a la investigación del historiador no conoce límites de tiempo ni de espacio; es suficiente con esto para expresar, bajo este aspecto también, la dignidad y la nobleza de la historia.

La huella de la Iglesia en la historia

Como podéis imaginar, en este vasto complejo los movimientos de orden moral y espiritual ocupan principalmente la atención de la Iglesia. Grandes corrientes religiosas han surcado ciertos momentos o ciertas épocas, los pueblos han quedado marcados por una concepción del hombre y del mundo que inspiraba la religión, y ésta, a su vez, ha inspirado y animado instituciones, modos de vida y tipos de civilización. Es imposible dejar de reconocer, en este orden de ideas, la impronta profunda y duradera dejada por el cristianismo, a lo largo de veinte siglos de historia, en los hombres y en las sociedades, en todas partes donde ha podido ejercer su acción. La Iglesia, que por su naturaleza no está ligada a ninguna cultura, ha podido adaptar y consagrar de cada una lo mejor.

La introducción de la fe y de las costumbres cristianas se ha convertido en un factor de civilización de primer orden para la elevación cultural, humana y moral de las personas y de los pueblos. Esta penetración progresiva de la predicación cristiana a través de las naciones del antiguo y del nuevo mundo constituye, nadie lo puede negar hoy, uno de los capítulos más interesantes y más ricos de la gran aventura humana.

De esta suerte, bien se la considere en su método, en su objetivo, en su objeto, la dignidad de la historia se impone al observador, incluso profano. Más aún, si se piensa en su valor de ejemplo, en la variedad de las elecciones que ofrece a los hombres de todos los tiempos para la conducta del mundo y de la vida: "La historia es maestra de la vida!" ¡Qué tesoro de experiencias de toda clase! ¡Qué escuela de sabiduría y de mesura! ¿Sacan los hombres provecho de ella? ¿Son conscientes de que la historia juzgará sin indulgencia sus errores y debilidades? Podemos muy bien plantearnos esta cuestión.

Para terminar, quisiéramos plantear otra que ningún hombre de buena fe, creemos, puede esquivar: ¿Esta historia tan múltiple, tan progresiva y ordenada en su desarrollo, en ciertos aspectos, tiene una fuerza  que la empuja hacia adelante? ¿Es el fruto del azar, únicamente, el campo de acción de las libertades humanas, enfrentadas unas a otras? ¿No es preciso saber descubrir una sabiduría superior y ordenadora que dejando, ciertamente, que se ejerza dentro de los límites que le asigna el juego de las libertades humanas sin embargo lo controla y lo orienta hacia fines que le son conocidos y por medios que anima un inmenso amor a la humanidad?

Este Dios oculto, misteriosamente presente y activo a través de los acontecimientos de este mundo, más de uno de vosotros, lo sabemos, confiesa su existencia y su acción, y le rinde homenaje reconociendo en Él al Padre de los cielos, Maestro y Señor de la Historia. Permitid que confiemos a Él vuestros sabios trabajos"

(Pablo VI, Disc. al Comité Internacional de las Ciencias históricas, 3-junio-1967).


Estas pautas pueden iluminar con seguridad a muchos estudiantes de historia así como a los docentes; pero, igualmente, a tantos que necesitamos acercarnos una y otra vez a la historia para comprender nuestro presente, ver las líneas de acción, las corrientes de pensamiento, las fuerzas que han ido configurando nuestro presente.

La ideología siempre partirá de un presupuesto, científicamente idolatrado, para llevar la historia a unas conclusiones establecidas y queridas de antemano; no será difícil silenciar datos, exagerar otros, reinterpretar lo evidente. Así se construye un presente ficticio y se refuerzan pasiones e intereses.

Cuando la historia se escribe con rigor científico, siempre nos iluminará y servirá de provecho.


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