jueves, 16 de abril de 2015

El amor de Cristo, buen Pastor (I)

En la gloria y alegría de la Pascua, la contemplación de Jesús resucitado, buen Pastor de su pueblo, nos conduce a una agradable, suave y bíblica catequesis cristológica.

Jesús es el buen Pastor, aquel que profetizaron los profetas, aquel que cantó el salmo. Lo anunciado en el Antiguo Testamento, lo vemos cumplido en Cristo.


De esta manera, una nueva catequesis cristológica nos hará penetrar de modo nuevo en la persona del Salvador, conocerle más y amarle mejor.

"¿Habéis escuchado las palabras del Señor? Ciertamente que las conocéis; y acaso no hayan suscitado en vosotros la impresión que merecen, por ser tan habituales en vuestros coloquios espirituales. Sin embargo, hay mucho que profundizar en ellas.

Imaginemos que se nos hubiese propuesto como tema a cada uno de nosotros describir la fisonomía de Cristo; hacer el retrato de Cristo, incluso sensible; trazar su perfil, su imagen. Habría que hacer una salvedad. Muchas son las imágenes que hemos visto como éstas. Todos los artistas se han esforzado por traducir, en formas y colores, el rostro divino de Cristo. Sin embargo, no quedamos satisfechos. Quizá únicamente la imagen de la Sábana Sagrada nos da algo del misterio de esta figura humana y divina. Pero nosotros queremos ver vivo ese rostro santísimo, y, por tanto, tenemos que concluir con que estos rasgos sensibles son indescriptibles; nunca tendremos éxito en esta empresa. Por fin un día, Dios lo quiera, podremos conseguir la felicidad infinita de contemplarlo cara a cara. Pero, mientras tanto, probemos a definir el rostro de Cristo conceptualmente, a describir los rasgos fundamentales de su aspecto. Si tuviésemos que escribir un ensayo sobre este tema nos encontraríamos en un aprieto, porque el rostro moral del Señor es muy complejo, profundo y variado. ¿Lo preferiríamos como lo vio, con su tremenda majestad, Miguel Ángel en su fresco famoso de la Capilla Sixtina, o lo quisiéramos ver con los rasgos de algunas imágenes devotas, quizá algo convencionales, o acaso como el profeta que habla de cosas arcanas y profundas, Cristo predicando desde lo alto de la montaña a las multitudes? En una palabra, ¿cuál es el rasgo característico que tuvo? Encontramos la respuesta en la definición que hizo de sí mismo cuando dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón". Por este camino conseguiremos descubrir algo de su verdadera, histórica y espiritual figura.

El buen Pastor vigila e indaga



Detengámonos en cuanto nos expone el Evangelio. Cristo ha trazado un parangón que, puede decirse, resume toda su enseñanza, cuando dijo: "Yo soy el buen Pastor". Cristo quiso compararse con esta sencilla figura agreste que, meditándola en clave de símbolos, nos dice una inmensidad de cosas. Precisamente este mismo pensamiento lo encontramos en la página evangélica de hoy, y casi de forma polémica.

Reprochaban al Divino Maestro que hablaba con gente bastante disipada, con los publicanos, los pecadores, de llegar incluso a sentarse a la mesa con ellos. Así no debía actuar un profeta. ¿Cómo llamar Cristo a quien desciende a lo más ínfimo de las relaciones sociales? Entonces Cristo, para defenderse, recurre a dos comparaciones: la del pastor que habiendo perdido una oveja deja a seguro a las noventa y nueva que no corren peligro y va en busca de la que falta, no dejándose rendir por el cansancio hasta que la devuelve al redil. La segunda comparación es muy curiosa. Cristo se compara con un ama de casa que busca con ansia la moneda que se le ha caído del bolsillo, registrando todas las partes hasta que consigue encontrarla. En estos afanes Cristo se pinta a sí mismo. Encontramos de esta suerte en la narración un rasgo saliente de la fisonomía humana y moral de Cristo.

Cristo se quiso representar como un explorador que viene a recuperar a los hombres perdidos. Cristo persigue a un ser, a un tesoro que se le ha escapado de la mano y se pinta con el ansia de quien está precisamente llevando a cabo la búsqueda febril de lo que para él es un bien inestimable. ¡El Hijo de Dios en busca de los hombres!

Esto quiere decir que los hombres le pertenecen a Él, son propiedad suya. Mucho antes de abrirme a la conciencia y a la vida, yo ya estoy en el corazón de Cristo, el Hombre-Dios; soy su grey, su haber, su riqueza.

Pertenecemos a Dios

Nosotros, al comenzar la vida, somos ya parte de este patrimonio, cosa inestimable. Hay una gran palabra de la Escritura que dice de Dios: "Fue el primero que nos amó". El Señor nos ha amado personalmente antes de que pudiésemos pensar en nuestra suerte, en nuestro destino. Hemos nacido en un orden, en el de nuestra existencia, que nos pone en relación de amor con el Creador de la vida, con Dios, y con Cristo, el Salvador de la vida. Nosotros pertenecemos a Dios. Y no es suficiente, el milagro de este descubrimiento procede de una revelación que no nos esperábamos y que parece ilógica. Lo que es la criatura se queda reducido a una huella, se pierde. Este hecho, ¿qué reacción provoca? Pensaremos nosotros, de cólera, anatema, condena. Quien deja la fuente misma de la vida se condena él solo. Es como la rama desgajada del árbol, se muere. En cambio en el Evangelio esta separación, que con el catecismo en la mano llamamos pecado (la mayor desgracia que se puede ocasionar el hombre a sí mismo, puesto que lo separa de la vida), en lugar de provocar un abandono, una condena, despierta afán y amor aún más intensos. Parece que se trata de una paradoja; sin embargo, es así: "Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia".

Es San Pablo quien lo dice: "Siempre que el delito, el pecado, nuestra miseria, nuestra desventurada posibilidad de rebelarnos contra Dios, aparece y crece de forma considerable, con abundancia de maldad y estupidez, inmediatamente surge una sobreabundancia de gracia y bondad". ¡Dichosa caída!, canta la liturgia en la Vigilia Pascual, y san Ambrosio declara: "El Señor creó todas las cosas y se detuvo en el hombre porque 'tenía a alguien a quien perdonar, a quien mostrar su corazón, su misericorida'". Estamos ante el inefable misterio oculto durante siglos y revelado a nosotros; la caridad de Cristo quiere inundar el mundo y llegar hasta todas las almas, incluso a las alejadas y perdidas.

Alejar la desesperación

Y si además pensamos en que estas almas somos nosotros, que nosotros somos el objeto de un designio divino, de esta atención que se centra en nosotros y nos sigue y persigue y nos quiere -¿dónde está al que yo mismo he creado por mi amor?, ¿dónde ha terminado esa conciencia, esa alma que yo plasmé como respuesta a mi pregunta: me amas?- comprenderemos plenamente el contenido de la página del Evangelio que estamos meditando.

El hombre se aleja de él; se marcha. Y Dios, corriendo tras de él y recuperándolo, descubre la maravilla de su grandeza más al perdonar los yerros, en colmar el abismo de vacío que produce el pecado, que incluso en la misma creación. Hay un "Oremus" que indica esto de forma muy exacta: "Oh Dios, que has manifestado la grandeza de tu poder en perdonar y en tener misericordia..."

Llegados a este punto se impone una última consideración. ¿Hemos pensado alguna vez en lo que valemos? Desde luego que por instinto tenemos gran tendencia a apreciarnos mucho, y nuestra vanidad nos llena de palabras pomposas capaces de satisfacer eso que llamamos nuestra personalidad; sin embargo, no conseguiremos verdaderamente apreciar nuestro valor si no abrimos el Evangelio.

Somos el objeto, tanto más real cuanto menos digno, del Amor de Dios. Y si Dios nos ama es señal de que el ser humano, nuestra vida, es de un valor incalculable. El Señor se entregó a Sí mismo para recuperarnos. Tendríamos que tener una conciencia plena  de nuestra dignidad: "Reconoce, cristiano, tu dignidad", y ten en cuenta que la suerte, la ventura de vivir es algo maravilloso, inmenso y sublime. El ser hombres quiere decir ser objeto del amor y de la estima de Dios.

Todavía hay más. A pesar de nuestro drama de inconsciencia y de malicia con que dilapidamos el tesoro que nos ha dado el Señor para vivir su luz y su gracia, podemos volver a ser admitidos en el amor de Dios. Como la oveja descarriada, la moneda perdida. Estamos hechos al retorno salvador. Con lágrimas en los ojos tendríamos que dar gracias al Señor por esta revelación del Evangelio, porque se refiere al destino de cada uno de nosotros. Me puedo salvar; por tanto, no hay razones para desesperarse".

(Pablo VI, Hom, 4-junio-1967).

1 comentario:

  1. Bellísima homilía. Nuestro corazón se estremece al saber, pensar, sentir, que le pertenecemos.

    El buen pastor da su vida por las ovejas. Un pastor cuida de su rebaño de día y de noche. Él reúne a las ovejas en el redil durante la noche para protegerlas. Y, a menudo, en la época en la que vivió Jesús, el pastor dormía o se sentaba en la entrada del redil, listo para defender a sus ovejas del peligro. Jesús es ese protector amoroso y cuidador de su rebaño, comprometido con nosotros hasta su propia muerte y resurrección.

    Líbrame, Señor, de las puertas del abismo. Aleluya (de las antífonas de Laudes)

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