miércoles, 8 de octubre de 2014

¿Misa participativa? Escuchar las oraciones con atención

Al hablar de "participación" o de "Misa participativa", se suele decir si intervienen muchas personas, haciendo algo cada una de ellas. La liturgia se convierte en un espectáculo, celebrándose a sí misma, buscando cada uno un cierto protagonismo, y dejando de lado la sacralidad propia de la liturgia.


Se justifican dichos comportamientos afirmando que es "para que todos participen"; una mentira absoluta, porque no todos van a intervenir, sino unos cuantos. ¿Y el resto del pueblo santo de Dios? ¿Qué hacen entonces si no intervienen directamente, si no desempeñan un servicio litúrgico, si no suben al presbiterio para hacer algo?

Realmente una "Misa participativa" será otra cosa; será aquella en la que se promueve una verdadera, interior, activa, consciente, piadosa, fructuosa participación interna y externa de todos y cada uno de los fieles.

Entre las formas de participación en la liturgia está aquella modalidad que consiste en escuchar interiormente, con el corazón, de manera orante y disponible la Palabra de Dios que un lector proclama. El lector es un servidor (no participa más que nadie), y la participación de todos es escuchar a Dios que sigue hablando a su pueblo y responderle con la obediencia de la fe. Y también es escuchar cordialmente, con atención y recogimiento, las oraciones de la liturgia, para hacerlas propias, interiorizarlas.




         Se trata en este caso no sólo de la escucha de la Palabra divina, sino la escucha amorosa y consciente de las oraciones que el sacerdote pronuncia en nombre de todos y de la plegaria eucarística. “Las oraciones que dirige a Dios el sacerdote —que preside la asamblea representando a Cristo— se dicen en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes” (SC 33). Si se dicen en nombre de todos, todos deben escucharlas con corazón atento y orante.

        El Misal señala que “la naturaleza de las partes “presidenciales” exige que se pronuncien con voz clara y alta, y que todos las escuchen con atención. Por consiguiente, mientras el sacerdote las dice, no se tengan cantos ni oraciones y callen el órgano y otros instrumentos musicales” (IGMR 32). Así, por excelencia, “la Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y con silencio” (IGMR 78).

            Tales textos litúrgicos deben ser proclamados mediante la recitación o el canto de tal manera que los fieles puedan escucharlos atentamente y responder conscientes el “Amén” que les corresponde. Gravedad y unción ayudarán a que los fieles participen así, como les es propio, escuchando en oración. No son formularios que se cumplen apresuradamente, sino verdadera oración que requiere que todos la integren y hagan suya.

            Los textos litúrgicos que el sacerdote pronuncia en voz alta, las oraciones (colecta, sobre las ofrendas, postcomunión), la gran plegaria eucarística, etc., no se dirigen a Dios a título propio, ya que no es el sacerdote el que reza por sí y para sí, sino que todas estas plegarias son de los fieles, pronunciadas por el sacerdote como Cabeza. Están en plural, el sacerdote las pronuncia en nombre de todos los fieles; sin embargo, las oraciones que reza por sí, como preparación, están redactadas en singular y las rezará siempre en silencio. Así, “el sacerdote preside la asamblea, haciendo las veces de Cristo. Las oraciones que él canta o pronuncia en voz alta, puesto que son dichas en nombre de todo el pueblo santo y de todos los asistentes, deben ser religiosamente escuchadas por todos” (Instrucción Musicam sacram, n. 14).

            Las plegarias que el sacerdote pronuncia en voz alta son de todos y dirigidas a Dios en nombre de todos los fieles participantes: “concédenos”, “al darte gracias, te suplicamos”, “cantamos tu gloria, diciendo”, “derrama sobre nosotros”, “humildemente te pedimos…” Como pertenecen a todos los fieles, pero pronunciadas por boca del sacerdote, todos fieles participarán verdaderamente si saben lo que en su nombre se está rezando, lo escuchan atentamente, y responden “Amén” sabiendo bien a qué se están uniendo y prestando su asentimiento.

            Como la liturgia es escuela del genuino espíritu cristiano y maestra de vida espiritual, escuchar atenta y recogidamente estas oraciones litúrgicas pronunciadas por el sacerdote nos llevará a todos a beber directamente de una fuente pura[1], la fe de la Iglesia, expresada en sus textos litúrgicos. Son modulaciones que cantan el Misterio de Dios, los diferentes dogmas, y nos conducen a una inteligencia orante de la fe. Es el dogma vivido y rezado. Con razón, “la Liturgia es la gran escuela de oración de la Iglesia”[2] y la gran variedad de oraciones, prefacios y las cuatro plegarias eucarísticas habituales nos “ayudan a entender los misterios de Cristo”[3], por lo que el sacerdote no las modificará a su antojo y los fieles las escucharán con atención del corazón y devoción en el alma: “Se debe educar también a los fieles a unirse interiormente a lo que cantan los ministros o el coro, para que eleven su espíritu a Dios al escucharles” (Instrucción Musicam sacram, n. 15).

            Tal vez, acostumbrados a aquel binomio de afirma que participar es igual a intervenir (hacer algo, desempeñar un servicio en la liturgia) pueda parecer que esto no es participar, y sin embargo, es uno de los mayores grados de participación en la liturgia por parte de todos. Se ora, se ora en común, y todos se unen a la oración eclesial rezada por el sacerdote en nombre de todos. Participar es así unirse a estas oraciones, hacerlas propias, interiorizarlas, responder sabiendo qué se ha pedido, qué se ha rezado.
           
            La liturgia muestra así su carácter primordial de ser Iglesia en oración y se participa, ante todo, orando en común, dirigidos por el sacerdote.


[1] “¿Qué es la liturgia sino la fuente pura y perenne de "agua viva" a la que todos los que tienen sed pueden acudir para recibir gratis el don de Dios?”, Juan Pablo II, Carta Spiritus et Sponsa, n. 1.
[2] JUAN PABLO II, Carta Vicesimus quintus annus, n. 10.
[3] Ibíd.

3 comentarios:

  1. ¡Ay, don Javier! El estudio de la psicología humana nos muestra que al hombre le gusta el protagonismo, sentirse importante, distinto o mejor que los demás. Son raras excepciones los que, entendiendo que todo ese protagonismo es pesada y fútil carga, bien porque lo han tenido que “soportar sin culpa por su parte” en la vida civil, bien porque han meditado con seriedad sobre ello (cosa menos común), rechazan determinadas situaciones o, si se ven obligados en conciencia a cumplir una función, lo hacen con gran libertad de espíritu. De momento, y por lo que yo he observado (no es una crítica sino la realidad), el lector, el ministro de la comunión y cualquier otro que realice alguna actividad en la Iglesia está ‘encantado consigo mismo’, excepto en el caso de los sacristanes en los que no he notado esta actitud. No nos engañemos.

    Y esta observación de la realidad tiene mala solución. Quizá la única sea que cada uno de los que “hacen algo” se pregunte seriamente ante Dios y ante sí mismo y también ante un sacerdote (¿por qué no ?) las siguientes cuestiones: ¿Por qué lo hago? ¿Necesita la Iglesia que esto lo haga yo? ¿Lo hace otro fiel mejor que yo? ¿Me necesita realmente la Iglesia en esta función concreta? ¿Es otro motivo el que me mueve? Pero en serio, sin tópicos…

    En mi actual parroquia proclama las lecturas el sacristán los días laborales y lo hace muy bien; sabe leer, hace las pausas donde tiene que hacerlas y enfatiza cuando procede. Y cuando llegan los domingos y días de fiesta, empieza el desfile de fieles que no saben leer, ni mucho menos proclamar; cuando corresponde una lectura de Isaías es una tortura.

    Lo que destaco de la entrada:

    “se participa, ante todo, orando en común, dirigidos por el sacerdote”
    “el sacerdote preside la asamblea, haciendo las veces de Cristo”
    “Es el dogma vivido y rezado”
    “la escucha amorosa y ‘’’’’’Consciente’’’’’’ de las oraciones que el sacerdote pronuncia en nombre de todos y de la plegaria eucarística”.

    Creo que ya he dicho alguna vez que nunca le agradeceré bastante a un sacerdote discípulo del Padre Pío que me enseñara a vivir la Santa Misa. Donde se encuentre, muchísimas gracias.

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    1. Julia María:

      Me alegro de que coincidamos.

      Un buen amigo, tomando café ayer tempranito, me comentaba esta catequesis y hacía un errónea deducción: "me parece que no te gusta que participemos mucho los laicos, ¿no?".

      Entonces le tuve que explicar, entre sorbo y sorbo de café, que participar no es intervenir, y que las intervenciones solamente las necesarias para el buen y solemne desarrollo de la liturgia: acólitos, lectores, salmista, diácono, coro, oferentes... pero no pensar que es más participar si suben y bajan personas del presbiterio, cuantos más mejor, o multiplicar el número de las ofrendas para que se lleven más cosas...

      En fin: sigamos en la lucha de formar.

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    2. ¡Uf don Javier: acólitos, lectores, salmista, diácono, coro, oferentes... Me pregunto si los pastores se preocupan de los fieles a los que tanta "participación" nos parece excesiva y, además, nos distrae del encuentro que anhelamos se produzca con el Señor ¿Le interesan estos fieles a algún pastor? Y esta pregunta va muy en serio pues algunos. con "tanta participación" y "tanto saludo de la paz", nos sentimos "abandonados a nuestra suerte o tachados de cualquier cosa incluso por los propios pastores.

      Ya sabe que los domingos por la mañana participo en la forma extraordinaria del rito romano. Por supuesto que no lo hago sólo porque "no se participa", tengo razones de peso para hacerlo, pero confieso que es una de las cosas que me gustan: no "se participa"; es un descanso

      Buenas noches

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