miércoles, 11 de diciembre de 2019

Reparamos en la comunión de los santos



Insertos en la Comunión de los santos, todo me viene entregado y regalado, y lo “mío” ya no es mío, es de la Iglesia y repercute en la Iglesia, y cada uno vive de la Iglesia y se ofrece a la Iglesia. En palabras de Von Balthasar: 



“En la Iglesia nada se hace, todo se otorga como don; y con la fecundidad del don del creyente ha de producir el treinta, el sesenta o el ciento por uno. Y nada es para uno mismo, sino para la totalidad que Jesús designa como “reino de Dios”. Ni siquiera se toma por cuenta propia la oración”[1]


Así mi oración santifica a otros, mi sufrimiento contribuye a la conversión de los pecadores, mi pequeña penitencia fortalece a los que son tentados, mis actos de paciencia y vencimiento sirven a aquellos más débiles, que sufren tribulación para que no desfallezcan porque “los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas”[2]; mi entrega hace que muchos abran sus vidas al Evangelio; mis sacrificios, que muchos crezcan en la fe, los que antes andaban en tinieblas[3]. Y del mismo modo, en el silencio del Misterio, yo soy sostenido y apoyado por los otros miembros de la Iglesia.

Estos principios se aplican tanto a la santidad como al pecado de los miembros de la Iglesia puesto que todo influye en el misterio de la Comunión de los santos.



En la «comunión de los santos», «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo» (Rm 14, 7). «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1Co 12, 26-27). «La caridad no busca su interés» (1Co 13, 5). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión (CAT 953).


 No estamos solos ante Dios, individualmente ante Dios[4], sino que estamos ante Dios como miembros de la Iglesia[5]. Incluso en la oración más secreta y silenciosa, pura y sencilla por ser ejercicio de amor, estamos ante Dios como miembros de la Iglesia y oramos –incluso en soledad- con la voz de toda la Iglesia, y es de provecho para la Iglesia. Refiriéndose a las personas que en la Iglesia tienen una gran actividad apostólica, S. Juan de la Cruz les advierte:

Es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas... lo mucho que aprovecha e importa a la Iglesia un poquito de este amor... Adviertan aquí los que son muy activos... que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración[6].

Ahí brilla el misterio de la Comunión de los santos; por ejemplo, al rezar individualmente el padrenuestro, expone la catequesis de la Iglesia:

Ante todo, el maestro de la paz y de la unidad, no quiso que la oración se hiciera individual y privadamente, de modo que cuando uno ore, ore solamente por sí. No decimos: Padre mío que estás en el cielo, ni dame hoy mi pan, ni pide cada uno que sea él sólo perdonado o que él sólo no caiga en la tentación y sea librado del mal.
Nuestra oración es pública y comunitaria y cuando oramos, no pedimos por uno solo, sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo somos uno.
El Dios de la paz y maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que cada uno ore por todos, así como Él mismo en sí nos llevó a todos[7].


La Comunión de los santos determina la fisonomía espiritual de lo que somos, de lo que hacemos y de lo que vivimos. Admirados y sorprendidos por este Misterio, nacerá en nuestro corazón un profundo sentir con la Iglesia (sus aspiraciones, sus deseos, sus retos evangelizadores, su doctrina y disciplina) y sentir la Iglesia (amor apasionado por la Iglesia, unión con Ella, entrega a Ella, amarla y poseerla como lo más precioso en la vida cristiana). 


Este sentir la Iglesia, en virtud de la Comunión de los santos, es real, casi sacramental, sin negar una percepción sensible de la propia alma que se alegra, que se goza, que sufre, que padece todo aquello que es el entramado de la vida de la Iglesia. El genial teólogo De Lubac lo expone así: 


“y lo que sucede a la Iglesia, nos sucede también a cada uno de nosotros en particular. Sus peligros son nuestros peligros. Sus combates son nuestros combates. Si la Iglesia fuera en cada uno de nosotros más fiel a su misión, ella sería sin duda ninguna, lo mismo que su mismo Señor, mucho más amada y mucho más escuchada: pero también, sin duda alguna, sería, como Él, más despreciada y más perseguida”[8]


La gran meta que refleja la “adultez en la fe”, junto a una madurez humana, es ser hombre, mujer, de Iglesia, con plena advertencia en su alma de lo que esto significa, con entrega absoluta y obediente; esto recibe el nombre de “alma de Iglesia”, “alma eclesial”, o “perfectos”, en el lenguaje de los Padres, frente a los “principiantes” y “proficientes”. Mucho hay en la Tradición sobre este punto crucial que no es sino haber adquirido definitivamente la forma de Cristo. 


“Los “perfectos” son aquellos que poseen la anima ecclesiastica [alma de Iglesia], los que han dejado sumergirse su conciencia en la conciencia de la Iglesia, representando por ello, en sí mismos la esencia de la única Esposa”[9].


 Con este fin de sentir con la Iglesia y sentir la Iglesia[10], el papa Juan Pablo II describe los lazos que nos unen en la Comunión de los santos, en un texto amplio de la Bula jubilar Incarnationis mysterium:

"La Revelación enseña que el cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo, la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas que dejan tras de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y de verdad, que llega y sostiene a los demás. Es la realidad de la “vicariedad”, sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, de su pasión... 

Esta profunda realidad está admirablemente expresada también en un pasaje del Apocalipsis, en el que se describe la Iglesia como la esposa vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela resplandeciente. Y San Juan dice: “El lino son las buenas acciones de los santos” (19,8). En efecto, en la vida de los santos se teje la tela resplandeciente, que es el vestido de la eternidad. Todo viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que es nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo que se quiere decir cuando se habla del “tesoro de la Iglesia”, que son las obras buenas de los santos...

Incluso en el ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro. Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio de la “realidad vicaria”, de la oración como camino de unión con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para tejer juntos la blanca túnica de la nueva humanidad, la túnica de tela resplandeciente de la Esposa de Cristo” (IM 10).

Sea nuestro amor la Iglesia; pertenezca nuestro corazón a la Iglesia. Que la Iglesia sea nuestra pasión, nuestro amor. Que vivamos en función de la Iglesia con un amor fuerte, firme y fiel a la Santa Iglesia. Seamos miembros pequeños, sencillos y dóciles de la Iglesia, con una entrega incondicional a la Iglesia, sintiendo con la Iglesia y sintiendo la Iglesia en nuestro corazón, reconociendo, humildemente, que “el misterio de la Iglesia es en resumen todo el Misterio. Es por excelencia nuestro propio misterio. Nos abraza por completo. Nos rodea por todas partes, ya que Dios nos ve y nos ama en su Iglesia, ya que en ella es donde Él nos quiere y donde nosotros lo encontramos, y en ella es donde también nosotros nos adherimos a Él y donde él nos hace felices”[11]

Por el admirable misterio de la Comunión de los santos, ojalá haya un nuevo renacer de la Iglesia en nuestras almas, una nueva primavera en que la Iglesia despierte y amanezca en las almas de los fieles. 


“Esta elevación del sentire cum Ecclesia [sentir con la Iglesia] a un sentire Ecclesiae [sentir la Iglesia] sólo resulta posible en la negación de uno mismo y en la plena obediencia  a la jerarquía eclesiástica; esto será lo que acreditará siempre su autenticidad”[12].


Este apasionado amor a la Iglesia, esta eclesialidad que se graba en nuestra vida, hace que el corazón se ensanche, se dilate, viéndolo todo con una luz nueva, con un amor arraigado, firme y fiel a la Iglesia participando así del amor del mismo Cristo por su Esposa la Iglesia por la cual “se entregó para lavarla... y presentarla ante sí inmaculada y santa, sin mancha ni arruga” (cf. Ef 5, 25-27), y gozando y siendo prolongación visible del amor de la Esposa por su Señor Jesucristo, y que permite el paso “de amor a la Iglesia a amor de la Iglesia, participando en nosotros del amor de la Iglesia a Jesucristo”[13].


[1] VON BALTHASAR, Tú tienes palabras de vida eterna, Madrid, Encuentro, 1998, pág. 32.

[2] JUAN PABLO II, Salvifici doloris, nº 27.

[3] La más joven doctora de la Iglesia, Sta. Teresa de Lisieux, escribía: “Veo que sólo el sufrimiento es capaz de engendrar almas” (CA, 81 rº).

[4] Dice el Catecismo: “El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con ayuda de la gracia de Dios no se encuentra solo. «La vida de cada uno de los hijos de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo y  por Cristo, con la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística»” (nº 1474).

[5] Uno de los más insignes teólogos del siglo XX, el Cardenal De Lubac, afirmaba: “Nuestra predestinación en Cristo es la predestinación de la Iglesia: nunca la consideró San Pablo sino en esta perspectiva total. En todos sus actos sobrenaturales, el cristiano obra “ut membrum Ecclesiae” [como miembro de la Iglesia], “ut pars Ecclesiae” [como parte de la Iglesia]. Jesucristo nos ama a cada uno... pero no nos ama separadamente. Él nos ama en su Iglesia, por la que vertió su sangre. Por fin, nuestro destino personal no puede realizarse sino en la salud común de la Iglesia, de esta Madre de la Unidad” (Meditación sobre la Iglesia, Madrid, Encuentro, 1988, pág. 45).

[6] Cántico espiritual, canción 29, 2-3.

[7] S. CIPRIANO, De dominica oratione, 8.

[8] DE LUBAC, Catolicismo, Madrid, 1988, pág. 162.

[9] VON BALTHASAR, ¿Quién es la Iglesia? en Sponsa Verbi, pág. 214.

[10] Recordemos la importancia que este concepto tiene en los Ejercicios Espirituales de S. Ignacio, cuando propone una serie de reglas “para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener” [EE 352], y que en la tradición ha recibido diversos títulos: “sentir con la Iglesia” (Vulgata), “sentir en la Iglesia” (Polanco y el Autógrafo de los Ejercicios).

[11] DE LUBAC, Catolicismo, pág. 46.

[12] VON BALTHASAR, Experiencia de la Iglesia en nuestro tiempo, en Sponsa Verbi, Madrid, Cristiandad, 1964, pág. 36.

[13] VON BALTHASAR, Experiencia de la Iglesia en nuestro tiempo, pág. 50.

1 comentario:

  1. Me ayuda mucho a comprender estas verdades escondidas en el Misterio de Dios y de la Iglesia. Muchas gracias Padre Javier. Muchas gracias Señor Jesús

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