sábado, 9 de noviembre de 2019

La Iglesia brilla en sus santos (Palabras sobre la santidad - LXXVIII)



Sin lugar a dudas, lo mejor que tiene la Iglesia son sus santos. En ellos se muestra la verdad de la Iglesia misma, en ellos se verifica qué significa ser hijo de Dios e hijo de la Iglesia. Durante XXI siglos de cristianismo, los santos -¡y cuántos son!, ¡incalculables!- han embellecido a la Iglesia, una y otra vez, constantemente, de mil maneras distintas, con tonalidades diferentes.



Cuando se quiere conocer qué es la Iglesia, cuando se pretende estudiar el misterio de la Iglesia –con el tratado de “eclesiología”-, resulta imprescindible detenerse en esta “eclesiología de los santos” o “ciencia de los santos”, ya que, si no es así, se corre el peligro de valorar a la Iglesia externamente y desde fuera, como institución humana o como bienhechora por sus acciones educativas, sociales o caritativas, como una ONG más de nuestro mundo. No llegarían al núcleo, no tocarían su centro, el Misterio de la Iglesia les quedaría velado, no alcanzarían a descubrirlo y maravillarse.

Los análisis simples no pueden percibir el misterio de la Iglesia. Las claves únicamente sociales, aplicadas a la Iglesia, sirven de poco. La Iglesia es más que todo ello. Su verdad última está en los santos, que son la mejor realización de la Iglesia, sus frutos reales, la confirmación del origen divino de la Iglesia.

La Iglesia es Madre porque engendra hijos para Dios en las aguas bautismales y los santifica. La Iglesia es Madre porque engendra santos. La Iglesia es el firmamento del mundo con la constelación de los santos, como estrellas, que señalan nuevas rutas para los hombres. La Iglesia, con los santos, es una lámpara en la ciudad secular, puesto en lo alto para iluminar a todos en las noches de la historia.



¡No hay más! La verdad de la Iglesia son sus santos; el contenido íntimo de la vida de la Iglesia es la santidad; el fin de la Iglesia es santificar a sus hijos con la gracia que el Espíritu le comunica. Así es como la Iglesia se muestra feliz, brillando en sus santos, sus mejores hijos:

            “[En los santos] Dios es glorificado; la Iglesia no cesa de engendrarle hijos que dan a conocer su nombre mediante el testimonio concreto y persuasivo de las virtudes teologales y cardinales.

            La Iglesia despliega ante el mundo su secreto más profundo y vital, la corriente santificadora que la inunda totalmente, brotando del mismo corazón de Dios Uno y Trino.

            Y también el género humano queda ennoblecido y embellecido, porque continúa produciendo en su regazo modelos de humanidad acabada y fidelidad a la gracia, los cuales nos dicen que, a pesar de todo, el bien existe, el bien actúa, el bien se difunde, aunque sea calladamente, y al fin supera con sus beneficiosos influjos el rumor ensordecedor, pero estéril y deprimente, del mal” (Pablo VI, Hom. en la beatificación de Ezequiel Moreno y otros siervos de Dios, 1-noviembre-1975).

La Iglesia está viva y es joven. Recibiéndolo todo de su Cabeza y Esposo, Jesucristo, pone en juego todos los dones y gracias y ofrece en cada generación un hermoso ramillete de santos para gloria del Padre. La vida íntima y real de la Iglesia es la santidad, concretada luego en infinitos e innumerables hijos suyos.

Los santos son la prueba de la vitalidad de la Iglesia; no son los planes pastorales que se acumulan con papeles y más papeles; tampoco es la vitalidad de la Iglesia los espectáculos de masas (del tipo que sean y con buena intención), enardecidas por un momento, ni los parámetros con los cuales la sociedad actual puede medir el éxito de un grupo, empresa o institución humana. La mejor manera de valorar la vida real de la Iglesia, su sorprendente vitalidad, son sus santos y la capacidad permanente de seguir generando santos, en tantas culturas distintas, en tantas épocas históricas tan diferentes entre sí.

El criterio de la vitalidad de la iglesia es muy sencillo entonces: ¡la santidad es la vida de la Iglesia!

            “La Iglesia, sobre todo, está viva porque la santidad penetra en sus miembros; una santidad verdadera, sufrida, probada con las mismas dificultades que experimentamos hoy nosotros, y que por ello demuestra ser posible, ser real, y estar presente en los hombres y en las mujeres de la más reciente generación, como igualmente, no lo dudamos, en los de la nuestra y de la futura” (Pablo VI, Disc. al Colegio Cardenalicio, 22-diciembre-1975).

Por eso nada mejor puede entregar la Iglesia al mundo, nada mejor para el servicio de la humanidad, que generar nuevos santos que transfiguran este mundo y lo ordenan según Dios. La santidad es el hilo conductor, el nexo de unión, la clave última, el parámetro de medida, la piedra de toque, de todas las acciones de la Iglesia.
           
Es profundamente consolador ver la fecundidad de la Iglesia a lo largo de la historia y también su fecundidad actual, contemporánea a nosotros:

            “Fue [el Año Santo] una invitación persuasiva y repetida a la vida interior, personal, religiosa, ejemplar: un poner de relieve que solamente en la búsqueda sincera de Dios, hecha con la oración, con la penitencia, con la metanoia de todo el ser, se pueden acelerar los éxitos verdaderos de la vida cristiana y apostólica, y poner en práctica la primera y siempre viva llamada del Señor a la santidad: se han cumplido los tiempos y se aproxima el reino de Dios; arrepentíos y creed en el Evangelio (Mc 1,15). Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).

            El mundo de hoy tiene necesidad de esta presencia y de este testimonio por parte de los cristianos; es un mundo que corre el riesgo de hundirse bajo sus mismas contradicciones; el loco consumismo y las irritantes disparidades sociales, la violencia destructora de las instituciones… Ante el enfurecimiento de intereses opuestos, perniciosos para el verdadero bien del hombre, es necesario proclamar de nuevo, en voz alta, las grandes palabras del Evangelio, las únicas que han dado luz y paz a los hombres, en otros trastornos análogos de la historia” (Pablo VI, Disc. al Colegio Cardenalicio, 21-mayo-1976).

La santidad es la vida íntima de la Iglesia. La santidad de sus hijos, además, es el criterio de vitalidad de la Iglesia. Por ello hay que vigilar –tal vez revisar y corregir- las acciones pastorales hoy de la Iglesia, evitando caer en un activismo pastoral, o en una falsa creatividad, o en la conducción de la Iglesia como si fuera una empresa mundana (reuniones multiplicadas, balances, etc.), o en la secularización interna de la misma Iglesia. La santidad será el criterio: todo lo que favorezca la santidad o conduzca a la santidad, será válido; todo aquello que, por el contrario, en la Iglesia no sirva para la santidad, sino que distraiga o mundanice, será un estorbo, un escollo y hasta una traición a sí misma.

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