jueves, 6 de diciembre de 2018

"Santo eres en verdad, fuente de toda santidad"

¿Cuántas veces no habremos oído, en la plegaria eucarística II, afirmar y rezar diciendo: "Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad"?

¿Tal vez apresuradamente, sin captar ni oír bien?

¿Tal vez sin pararnos a reflexionar en esa tremenda y gran afirmación?


Se afirma que Dios es santo y se afirma, igualmente, que la fuente de la santidad, de toda santidad, es Él. ¿No era el hombre bueno ya de por sí un santo? ¿No es la santidad un esfuerzo moral del católico comprometido? ¿No es la santidad la coronación de nuestros méritos porque ya somos buenos?




“Santo eres, fuente de toda santidad”

-Comentario a la plegaria eucarística – II-



            “¡Santo es el Señor!” Su santidad todo lo llena, la santidad es el adorno de su casa por días sin término (cf. Sal 92), agraciando al hombre con sus bienes, invitándolo a entrar en el ámbito de su santidad.

            “¡Santo es el Señor!” Su gloria llena la tierra y envuelve con ella a toda la liturgia, que es el lugar más claro donde vemos la manifestación, la epifanía, de su santidad y su gloria.

            La liturgia canta la santidad de Dios, y al cantarla, invita al hombre a vivir santamente, santificándose, consagrándose a Dios, permitiendo que la gracia de Dios lo eleve, transforme, transfigure. La santidad de Dios se desborda en la liturgia.

            A Dios se le llama santo en la liturgia, el Tres veces Santo, Santísimo. Asimismo, a cada una de las Personas divinas también se las califica de “santas”: “Padre santo, Dios todopoderoso y eterno”; a Jesucristo, en el himno del “Gloria”, lo reconocemos como el solo Santo, el que de verdad es Santo: “sólo Tú eres santo, sólo Tú, Señor; sólo Tú, altísimo Jesucristo”. El Espíritu, que procede de ambos, recibe igualmente la calificación de “santo”: “Espíritu Santo”, “tu santo Espíritu”.


            La santidad es la esencia misma de Dios, lo propio de su ser Dios, pero esta santidad Dios mismo la quiere comunicar a sus hijos: “santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad” (PE II); de Él dimana y brota la santidad hacia nosotros como el agua de la fuente. Confesamos humildes: “Santo eres en verdad, Señor, y con razón te alaban todas tus criaturas” (PE III). La obra propia de Dios es santificarnos y nuestra vocación última es la santidad. Ésta es don y gracia de Él, no corresponde ni a nuestras capacidades, ni a nuestros esfuerzos, ni a nuestros compromisos, ni a nuestros méritos: “das vida y santificas todo” (PE III).

            En nuestro favor, para nuestro bien, la santidad de Dios, por Cristo, y mediante el Espíritu Santo, se transfiere a la ofrenda del pan y del vino para que sean dones santos, llegando a convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado. Ya no son comida y bebida comunes, ni un símbolo más, sino los dones altísimos, el Santísimo Sacramento, Cristo victimado y glorioso, a la vez, en el altar.

            La epíclesis, es decir, la invocación al Espíritu Santo santifica y consagra convirtiendo las ofrendas presentadas en los dones santificados y santísimos: “Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que sean [que se conviertan] para nosotros [en nuestro favor] en Cuerpo y Sangre de tu Hijo” (PE II). La epíclesis del Canon romano atribuye la santificación de los dones al Padre: “Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti, de manera que sean [se conviertan] en Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo nuestro Señor”; igualmente la plegaria eucarística III: “por eso te pedimos que santifiques estos dones que hemos separado para ti”.

            ¡Ésta es la santidad de Dios, su poder transformador y santificador! Nos hace santos, es decir, nos santifica por los dones santísimos del Cuerpo y Sangre de su Hijo Jesucristo. La fuente de nuestra santidad es Dios por medio de su Espíritu Santo. Nuestra santidad es recibida por la participación en la Eucaristía, por la recepción de los dones santísimos, por la vida eucarística.

            La liturgia misma, en sus textos, preces y oraciones, nos descubre hasta qué punto Dios es la fuente de toda santidad que nos santifica a nosotros por gracia y no en virtud de nuestros merecimientos humanos (como diría el pelagianismo y todos los que ignoran el pecado original y creen que el hombre siempre es bueno):

Ayúdanos a vestirnos del Señor Jesucristo y a llenarnos del Espíritu Santo[1].

Tú que eres la fuente de toda santidad, consérvanos santos y sin tacha hasta el día de tu venida[2].

Jesús, fuente de vida y santidad, haznos santos e irreprochables en el amor[3].

Oh Dios, fuente de toda santidad,
por intercesión de tus santos,
que tuvieron en la tierra diversidad de carismas
y un mismo premio en el cielo,
haz que caminemos dignamente en la vocación particular
con que nos has llamado a cada uno de nosotros.
Por Jesucristo nuestro Señor. (Votiva de Todos los Santos).

Javier Sánchez Martínez, pbro.


[1] Laudes Dom. I Adv.
[2] Laudes Jueves I Adv.
[3] Laudes Corazón de Jesús.

1 comentario:

  1. Amén.

    ...siempre me ha parecido raro que el "para nosotros" y sobra. Pues son o sean sin "relativismos". No sé, claro, pero me choca el "para nosotros". Y se reafirma más el "sean" sin este "para".
    Una entrada interesesantísima Padre, gracias.
    Abrazos fraternos.

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