martes, 12 de diciembre de 2017

Ante Cristo Humilde

La Encarnación del Señor, para quien sabe mirar, revela hasta qué punto Dios es humilde y la misma Encarnación es un acto de la humildad del Verbo.


Sobran discursos para convertirnos en humildes, de manera moralista y obligatoria: quien ama a Cristo se irá pareciendo a Él, ya que el amante se identifica con su Amado y tiende a adoptar sus costumbres, haciéndose uno con Él.

Así, al considerar la humildad y tratar de entenderla, es inevitable ir a la Fuente de la humildad, que no es otra sino la Encarnación del Verbo, hasta asumir por completo y de manera irreversible nuestra humanidad. El corazón entonces desea participar de ese modo de ser del Amado Jesucristo.

"Humildad de Cristo

El Verbo solo en efecto zanja todos los dilemas y despeja todas las dudas que suscita una palabra sobre la humildad. Para saber lo que es, no hemos de buscarla en nosotros, sino producirla en nosotros. Para producirla en nosotros, una sola mirada basta -una mirada hacia la cruz. No hay un lugar tan bajo, un abismo tan profundo, un cenegal tan hundido que desde ellos no se pueda levantar la vista hacia la cruz, y ver en ella la humildad verdadera. Por eso la cruz fue levantada. De ella y hacia ella debe provenir toda palabra sobre la humildad, como palabra de la humildad. Porque la paradoja de la humildad, a la vez visible e invisible, es ésta misma de la cruz. Sobre la cruz fue clavada la "verdadera pobreza, desnuda y débil". Cada uno sueña con ver la verdad al descubierto. Al descubierto, lo estuvo, una vez y para siempre, sobre el Gólgota. Y porque lo estuvo, permanece desconocida e ignorada. Porque esta desnudez era la del sufrimiento y la humildad. Si la humildad mantiene los ojos bajados, por un instante los levanta, y en el cielo entero sólo ve la cruz, que le basta.

Porque la humildad penetrada por la humildad no tiene la mirada del águila, no quiere y no puede fijar cara a cara el sol de la gloria. Su mirada es, como era la mirada de la amada del Cantar, un mirada de paloma. No busca una visión que la deslumbre y la ciegue, indigna como sería de contemplarlo, sino una visión más acorde con su humildad, la del Verbo encarnado y sufriente. Ahí, su mirada puede detenerse, sin que nadie la rechace. Aquel que ella ve le es acogedor y atento. Tan acogedor que el alma no contempla solamente a Cristo humilde, y que su mirada se hace estancia, su visión habitación.

Como la paloma anida en las grietas de las roca, el humilde hace de las llagas de Cristo su morada. A aquellos que no pueden "aprehender por sí mismos las profundidades de Dios", les bastará con habitar en las cavidades del muro. Son tan débiles para abrirse ellos mismo en Dios su camino, y conquistar su morada, que un refugio les ha sido ya preparado, acondicionado, donde puedan esconderse y rehacerse, Jesús crucificado. Las llagas de Cristo son este refugio, el más seguro de los refugios, el que está abierto a todo el que venga, y donde incluso el alma más herida puede quedarse. La humildad no mira la cruz para contemplar, vive en Jesús crucificado para salvarse. No posa sobre él una mirada desinteresada, busca en él y pronto encuentra allí su asilo. La infidelidad misma del hombre ha cavado a su pesar este asilo para los fieles. El misterio de la humildad divina es también un misterio que la humildad sola nos hace habitable.

Porque la humildad es para san Bernardo la virtus Christi por excelencia, la fuerza y el poder de Cristo por los cuales nuestra soberbia es confundida. La fuerza de Cristo presenta un rostro insólito y conmovedor de la fuerza de Dios: se da a ver cuando la fuerza de Dios parecer haberse retirado, cuando se manifiesta bajo la debilidad del varón de dolores, cuando la sabiduría de Dios parecer privarse de saber, cuando la palabra de Dios se calla. La virtus Christi enseña antes de enseñar, es lo que ya se manifiesta en la vida oculta: a lo largo de ella, Cristo "proclamaba ya por su ejemplo lo que después enseñó con su palabra", la humildad. Ésta no es solamente enseñada por Cristo, es, en Cristo, enseñante. A san Bernardo le gusta citar esta palabra: "aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). Maestro de humildad, Cristo sólo es también maestro por su humildad. Todo lo que podemos aprender de él nos vendrá por la humildad de Dios en él. Nada es más íntimo a Cristo que la humildad: sólo ella puede hacer que el Verbo se una a la carne, ella es de los dos el indestructible vínculo. 

El hogar de la existencia tanto como del pensamiento de san Bernardo es el anonadamiento de Cristo, esta humildad por la que Dios, según la palabra de san Pablo, se "vació de sí mismo", para tomar la forma de esclavo. Gracias a este vacío de Dios se nos ha dado la plenitud, gracias a este empobrecimiento de Dios nos hemos enriquecido, gracias a este abajamiento de Dios somos elevados. Cristo enseña la humildad porque es él mismo la humildad de Dios en acto. Invita al hombre a imitar en él la humildad, por la que únicamente se alcanza la gloria. Y todas las consideraciones de san Bernardo sobre la humildad remiten a Cristo que es su "ejemplo eficaz", porque, en efecto, él se ha mostrado humilde. ¿No hay en eso una insuperable paradoja?

Paradoja, que Dios mismo deba venir para enseñar la humildad al hombre. Paradoja, también, en que Cristo, sin cesar propuesto como ejemplo de humildad, tuvo él mismo una humildad "sin ejemplo", única y propiamente inimitable. De hecho, la humildad de Cristo y la nuestra parece que sólo tienen en común el nombre: una consiste, para Dios, en hacerse hombre y asumir los límites y sufrimientos de la condición humana, la otra consiste, para nosotros, en reconocer nuestra verdad propia. ¿En qué, desde entonces, una sería imitación de la otra? ¿Cómo la humildad puede ser una virtud por la cual se transforman como Dios? Seremos más humildes y más, parece, seremos conducidos a reconocer el abismo que nos separa de Cristo, sin que este reconocimiento lo atraviese en nada, ni produzca más allá de la separación, la menor semejanza.

La exigencia de un conocimiento verídico de nosotros mismos, que nos haga descubrir nuestra debilidad y nuestra corrupción, no parece ni más ni menos grande después de la encarnación que antes de ella. Y, suponiendo que nos conformemos a esta exigencia, ¿en qué nos hará parecernos a aquel que estuvo sin pecado? Esta consideración de la humana debilidad, sin edad y sin historia, desconoce  la novedad de Cristo que hace nuevas todas las cosas: el ejemplo que da para imitar trabaja y transforma de golpe a aquel que debe imitarlo. Se propone a la imitación habiendo dispuesto y prevenido, en su ser mismo, a sus imitadores.

El abismo que nos separa de Cristo, sólo él lo ha franqueado, y su humildad está ya de nuestro lado. Es el acto mismo para él de situarse a nuestro lado. "Por nosotros tomó lo que por nosotros soportó: nacer, ser amamantado, morir, ser sepultado. Mía es la condición mortal del recién nacido; mía la debilidad del niño pequeño; mía la expiración del crucificado; mío el sueño del sepultado".

Por eso mismo todo es renovado, y el lugar, y la condición en que tenemos que imitar a Cristo no son las que fueron antes de él. Lo que Cristo tomó de nosotros lo ha guardado; y lo que nos ha devuelto es completamente diferente. Tomó de nosotros una vida para darnos la suya, y nos dio otra distinta. Tomó una humanidad en la que el pecado tenía al hombre prisionero y nos ha dado una humanidad en la que somos, de derecho, liberados, en que ya no es nuestra posibilidad la más propia. Y la humildad también ha sido cambiada. Cristo tomó de nosotros una humildad resignada para darnos una humildad alegre, una humildad amorosa"

(CHRÉTIEN, J-L, L'humilité selon saint Bernard, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 116-118).

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