sábado, 18 de noviembre de 2017

Espiritualidad de la adoración (XXVII)


Jean GUITTON, La adoración en crisis, en: L´Osser Rom, ed. española, 8-marzo-1970, p. 2

 
"El silencio, la adoración, la soledad, el recogimiento son valores que están en baja en nuestra cultura moderna. La palabra "piedad", tan cara a Virgilio, se ha devaluado; e incluso quizá se toma en sentido peyorativo, como signo de debilidad, de retorno a la infancia y a la superstición.

 
Por otra parte, comprendo perfectamente por qué reacciona así la joven generación: ha sido víctima de demasiadas hipocresías, coacciones y mascaradas. El simple arrodillarse no significa adorar, como tampoco significa orar el estar solo, con la cabeza entre las manos. Cuántos silencios falsos se dan, poblados únicamente por nuestra fantasía.

La época postconciliar debe caracterizarse por la revisión de los valores tradicionales, para devolverlos a su primitivo esplendor. Se trata, por tanto, de purificar las antiguas formas de la piedad de siempre para encontrar su esencia. Estoy convencido de esto y lo he repetido tantas veces, mucho antes de que se celebrase el Concilio. Pero me viene a la memoria aquel amigo que -tratando de limpiar con gran cuidado el retrato de un antepasado-, al mismo tiempo que le quitaba la suciedad le hizo desaparecer también la nariz. Y recuerdo igualmente el famoso dicho de los ingleses: "No arrojes al niño al tirar el agua del baño".


Todo el problema consiste en esto: eliminar lo accidental sin dañar lo esencial. Comprendo que se quieran suprimir ritos en desuso y ciertos signos exteriores de respeto. Y, sin embargo, debo confesar que en muchos casos, después de haber eliminado lo antiguo sin haberlo sustituido con formas equivalentes nuevas y, sobre todo, sin haber arraigado estas formas nuevas en el cuerpo y en la costumbre, lo que resta no es la esencia, sino el vacío, un gran vacío sin fondo.

Suprimamos también la felicitación de año nuevo, los signos de educación, pero entonces, ¿qué queda, autenticidad humana o cinismo?

Realmente el problema está relacionado con raíz grave y profunda, ley fundamental de la existencia: el espíritu encarnado que vive en el mundo necesita de la letra, de un cuerpo, de un lenguaje, de una costumbre, de un hábito. Tanto más que en nuestro universo sujeto al tiempo es difícil cambiar de golpe la letra en la que el espíritu se ha encarnado tan profundamente.

Tomemos como ejemplo ese sentimiento íntimo que relaciona toda conciencia con la majestad infinita y que llamamos adoración. Hasta hora ese sentimiento se ha manifestado entre los musulmanes a través del gesto de prosternación, y entre los cristianos por medio del acto de arrodillarse. Si se piensa que éste es un signo de esclavitud y que en el tiempo de la edad adulta del hombre hay que cambiarlo, es lícito que se nos pregunte con qué otro rito o gesto puede sustituirse el del cuerpo inclinado.

Se responde: con una actitud invisible, interior, la única digna del hombre. Estoy de acuerdo. Pero en relación con algunos seres elegidos capaces de orar "en espíritu y en verdad", ¡cuántos otros hay que no podrán orar de ninguna otra manera!

Suprimid el murmullo de las oraciones vocales, que ha servido durante siglos como expresión de la adoración del "pueblo de Dios" ¿Con qué lo remplazáis? Grandes mitos como Eros y Polemos, bagatelas crueles esperan la oportunidad para ocupar el santuario vacío.

En un libro publicado recientemente por el cardenal Garrone sobre "La Eucaristía, fuente de fe", he encontrado estas reflexiones que me parecen justísimas. Se trata de las prácticas, de los honores, de los ritos que giran en torno a la Eucaristía, o sea, de la piedad eucarística. "Renegando de todo esto hasta el límite -dice el cardenal, ¿hasta dónde podremos llegar? No ciertamente a una acción eucarística mejor, sino a una cena sin su centro auténtico y real; no a una Misa más consciente de la grandeza de Dios, a quien Cristo se ofrece por medio de nuestras manos, ni más consciente del honor que le es debido de parte de nuestro amor, sino a una celebración que al fin y al cabo se reducirá y medirá según los sentimientos de los participantes y según la eficacia de esta comunión humana sensible, en cuyo caso resultaría difícil identificar claramente el puesto del Señor".

En realidad, para el filósofo existe en las cosas una lógica. Me temo que este vacío a que se llega a reducir la adoración, pueda llevar algún día a los espíritus alocados a la adoración de la nada".

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