miércoles, 28 de septiembre de 2016

Sobre la esperanza (II)

Proseguimos la hermosa reflexión del card. Ratzinger que ya empezamos a leer; es un artículo publicado en Communio, ed. francesa, IX, 4, junio-agosto 1984.

Veremos cómo la esperanza es lo más humano, lo más conveniente a la estructura creada del hombre, pero que siendo Don, sólo puede ser recibido de Dios.

Además, la esperanza sobrenatural, cristiana, ilumina, purifica y eleva nuestras pequeñas esperanzas humanas. Entronca el artículo, así pues, con lo más humano y experimentable y por tanto con lo que somos y vivimos. Nos sentiremos, sin duda, reflejados e interpelados.


"La fe: una esperanza

Ésta es exactamente la cuestión a la que se refieren las frases de san Pablo evocadas más arriba: la espera de este "paraíso" que nos falta, no nos abandona; pero este estado de carencia se vuelve desesperanzador si no hay certeza sobre Dios, ni certeza sobre una promesa que provenga de él. Es por lo que no existe (y no puede existir) sin la encarnación de este Dios, sin su muerte y su resurrección, lo que Pablo llamó: "los otros" están sin esperanza. Es por lo que Jesús es esta esperanza, que ser cristiano consiste en vivir con esperanza y que, tanto en el Nuevo Testamento como en los Padres apostólicos, los conceptos de fe y de esperanza son, en cierta medida, intercambiables.

Así la Primera carta de Pedro habla de dar cuenta de nuestra esperanza, allí donde se trata de hacerse el intérprete de la fe entre los paganos (3,15). La Carta a los Hebreos llama a la confesión de la fe cristiana "confesión de la esperanza" (10,23). La Carta a Tito define la fe recibida como una "bienaventurada esperanza" (2,13). La Carta a los Efesios plantea como premisa la afirmación fundamental "un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos", y así sólo hay "una esperanza al término de la llamada que habéis recibido" (4,4-6). Se podrían multiplicar las citas.


En los Padres apostólicos encontramos lo mismo. En la primera carta de Clemente de Roma, como en Ignacio de Antioquía, como en Bernabé, se puede "esperanza" en el lugar de "fe". Ignacio, por ejemplo, está "encadenado por el Nombre y por la esperanza". Los cristianos son aquellos que "esperan al Señor".

¿Qué hay más presente que la esperanza? Descansa primero sobre un vacío en el corazón de la condición humana: el hombre espera siempre más de lo que ninguna presencia podrá jamás otorgarle. Cuanto más sigue esta inclinación, más se da cuenta de que hace saltar las fronteras de todo lo que puede experimentar. Lo imposible se le convierte en necesario. Pero esperanza quiere decir también "seguridad de que este deseo encontrará una respuesta". Si la experiencia de la carencia, la paradoja de un deseo que le lleva fuera de sí mismo, empuja necesariamente al hombre a desesperar de sí mismo y de la racionalidad del ser, al contrario, esta esperanza se transforma en alegría secreta, una alegría que trasciende toda alegría y todo sufrimiento empíricos. De esta forma, es su carencia la que hace al hombre rico, la que le hace concebir una felicidad de la que no podría tener experiencia sin este salto decisivo. La esperanza podría entonces describirse como la anticipación de lo que viene; en ella el "todavía no" está, de cierta manera, ya aquí, y es así como ella es la dinámica que lleva al hombre más allá de sí mismo, y no le impide decir nunca: "¡Oh tiempo, suspende tu vuelo!" [Goethe, Fausto].

Esto significa por una parte que la esperanza integre la "dinámica de lo provisorio", por encima de todo cumplimiento empírico; y por otra parte que, por la esperanza, lo que está "todavía no" se hace por tanto "ya" día en nuestra vida: sólo un cierto tipo de instante presente puede fundar la confianza absoluta que es la esperanza.

Esta es la definición de la fe que ofrece la Carta a los Hebreos: la fe es la "hipóstasis" de los bienes que se esperan, la certeza de lo que no se ve (11, 1). En este texto bíblico fundamental se afirman una ontología y una espiritualidad. Hoy se reconoce de nuevo, incluso en la exégesis protestante, que Lutero y la tradición exegética que lo siguió, se equivocaron cuando, en su búsqueda de un cristianismo no-helenístico, transformaron la palabra "hipóstasis" dándole un sentido subjetivo y traduciéndola por "firme confianza". En realidad esta definición de la fe en la Carta a los Hebreos está inseparablemente unida a otros dos versículos de la misma carta, que emplean también el término de "hipóstasis". En la introducción (1, 3), Cristo es presentado como el reflejo de la gloria de Dios y efigie de su hipóstasis. Dos capítulos más adelante, esta afirmación cristológica y trinitaria fundamental se amplía a la relación entre Cristo y los cristianos, relación establecida por la fe: por la fe, los cristianos se convierten en participantes de Cristo; ahora, todo va a depender que mantengan firmemente su participación inicial en su "hipóstasis".

Estos tres textos se ensamblan perfectamente: los hechos empíricos son aquello que pasa. Dios mismo, que se muestra y se dice en Cristo, es lo que permanece, la realidad que dura, la única verdadera "hipóstasis". Creer, es salir del juego de sombras de lo que va hacia la corrupción para esperar la tierra firme de la verdadera realidad, la "hipóstasis". Es literalmente entonces: lo que se tiene en pie y sobre lo que puede tenerse en pie. Dicho de otra manera: creer, es haber tocado tierra, acercarse a la sustancia de todo. Con la fe, la esperanza se asienta. El grito de la espera, que surge de nuestro ser, no se pierde en el vacío; encuentra un punto de apoyo sólido al que debemos, por nuestra parte, aferrarnos sólidamente.

La ontología se transforma aquí ella misma en espiritualidad. Esto aparecerá si consideramos el contexto de esta definición de la fe en la Carta a los Hebreos. En el capítulo anterior, en efecto (cap. 10), fue preparada por una especie de juego de palabras sutil, es decir, por una acumulación de términos que comienzan todos por el prefijo hypo- ("bajo"): hyparchein, hyparxis, hypomonè, hypostellein, hypostolè. ¿De qué se trata exactamente? El autor recuerda a sus lecturas que los cristianos, por su fe, han perdido ta hyparchonta, es decir su dinero, sus posesiones, y lo que aparece en la vida ordinaria como la "sustancia" sobre la que se puede construir una vida. Aquí se transparente la dimensión franciscana de la esperanza, si puedo expresarme así; tendremos que volver sobre ello. El texto comienza entonces ahora a jugar con las palabras y dice: es precisamente con la pérdida de lo que hace generalmente la "sustancia", el fundamento de la vida, como se muestra que tienen una hyparxis mejor, que permanece y que nadie puede arrebatar. El significado léxico de hyparxis es "lo que está disponible". Esto es lo que quiere decir aquí: nosotros, los cristianos, tenemos otro modo de ser, nos mantenemos en pie sobre otro fundamento que nadie nos podrá retirar, ni siquiera la muerte. La carta saca de ello la exhortación a no rechazar la plena seguridad en la confesión de la fe, lo que supone evidentemente la hypomoné. Con esta palabra, que se traduce habitualmente por "paciencia", el aspecto objetivo y el aspecto espiritual se mezclan: tenemos un fundamento sólido, más sólido los que bienes inmediatamente tangibles. Esta actitud es algo más que la "paciencia" en el sentido corriente del término, es una nueva forma de tomar posición en el ser mismo.

El autor precisa aún el sentido de esta actitud al evocar lo contrario, por un pasaje del profeta Habacuc: la hypostolè, es decir una actitud de ligereza, de disimulación, de acomodamiento a todo precio que corresponde a la falta de fundamento y de verdad de una existencia vacía, que no busca más que salvar el pellejo y que, por eso mismo, se pierde (10, 32-39)."


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¿Difícil?

Creo que es una lección magistral, es decir, la de un auténtico maestro. Se ve que le gusta jugar con la etimología, con el origen de las palabras, para matizar así su pensamiento.

A veces hemos de acostumbrarnos todos a leer autores de más peso y calado que el lenguaje sencillito de una catequesis aquí, diaria, para esforzarnos en pensar, reflexionar y contrastar. Seguro que después de varias relecturas el texto se desmenuza con más sencillez de lo que creíamos. 

¡Ánimo y manos a la obra!

1 comentario:

  1. Cuando reconocemos nuestra pequeñez y la contingencia de las iniciativas terrenas, nos abrimos a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios.

    Recordemos la sincera y famosa exclamación de San Agustín, que había experimentado tantas amarguras mientras desconocía a Dios, y buscaba fuera de Él la felicidad: ¡nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti! (Confessiones), Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor de Dios.

    El Señor reina, la tierra goza (de las antífonas de Laudes)

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