martes, 23 de febrero de 2016

Creo en Jesucristo, el Señor (II)

Maravilloso intercambio: Dios se ha hecho hombre para que el hombre fuera hecho Dios; el Hijo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda ser hijo de Dios.

Cristo es el centro y la clave de todo, Él, el Unigénito de Dios, no creado, sino de la misma sustancia y naturaleza del Padre. De Él recibimos el nombre "cristianos" porque participamos de su vida y misión.


Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,
nació de santa María virgen.


Dejémonos evangelizar por esta catequesis sobre Jesucristo.



"n. 3. Creemos también en su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro; Dios verdadero de Dios verdadero, Dios Hijo de Dios Padre; pero sin ser dos dioses, pues él y el Padre son una sola cosa, como ya lo da a entender al pueblo mediante Moisés al decir: Escucha, Israel, los mandamientos de la vida; el Señor tu Dios es un solo Señor. Y, si quieres pensar cómo ha nacido fuera del tiempo el Hijo eterno del eterno Padre, te recrimina el profeta Isaías, que dice: ¿Quién narrará su nacimiento?

Así pues el nacimiento de Dios a partir de Dios, ni puedes pensarlo ni explicarlo; sólo te es posible creerlo para poder alcanzar la salvación, según las palabras del Apóstol: Quien se acerca a Dios es preciso que crea que existe y recompensará a los que le buscan. Si, pues, deseas conocer su nacimiento según la carne que se dignó aceptar por nuestra salvación, escucha y cree que nació del Espíritu Santo y de la virgen María. Aunque, incluso este nacimiento, ¿quién lo narrará? ¿Quién puede valorar en su justo punto que Dios haya querido nacer como hombre por los hombres, que una virgen lo haya concebido sin semen de varón, que lo haya alumbrado sin perder la integridad y que después del parto haya permanecido íntegra? Nuestro Señor Jesucristo entró, por libre voluntad, en el seno de la virgen; siendo inmaculado, llenó los miembros de una mujer; hizo grávida a su madre sin privarla de su virginidad; habiéndose formado a sí mismo, salió y mantuvo íntegras las vísceras de la madre. De esta forma revistió del honor de madre y de la santidad de virgen a aquella de la que se dignó nacer. 

¿Quién puede comprender esto? ¿Quién puede explicarlo? En consecuencia, ¿quién narrará su nacimiento? ¿Quién tendrá mente capaz de comprender o lengua capaz de explicar no sólo que en el principio existía la Palabra, carente de todo principio de nacimiento, sino también que la Palabra se hizo carne, eligiendo una virgen para convertirla en madre y convirtiéndola en madre, pero conservándola virgen?

En cuanto Hijo de Dios, no tuvo madre que lo concibiera, y en cuanto hijo del hombre, no tuvo varón que lo engendrara; con su venida trajo la fecundidad a la mujer, sin privarla con su nacimiento de su integridad. ¿Qué es esto? ¡Cosa admirable: no se nos permite callar lo que somos incapaces de hablar! ¡Preciamos con palabras lo que ni con la mente comprendemos! Somos incapaces de hablar de tan gran don de Dios por ser pequeños para expresar su grandeza, y, no obstante, nos sentimos obligados a alabarlo, no sea que nuestro silencio sea indicador de gratitud. Pero, ¡graicas a Dios!, lo que no puede expresarse dignamente, puede creerse fielmente.

n. 4. Creamos, pues, en Jesucristo, nuestro Señor, nacido del Espíritu Santo y de la virgen María. Pues también la misma bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró creyendo. Después de habérsele prometido el hijo, preguntó cómo podía suceder eso, puesto que no conocía varón. En efecto, sólo conocía un modo de concebir y dar a luz; aunque personalmente no lo había experimentado, había aprendido de otras mujeres -la naturaleza es repetitiva- que el hombre nace del varón y de la mujer. El ángel le dio por respuesta: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, por eso, lo que nazca de ti será santo y será llamado Hijo de Dios. Tras estas palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que en su seno, dijo: he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Cúmplase, dijo, el que una virgen conciba sin semen de varón; nazca del Espíritu Santo y de una mujer virgen aquel en quien renacerá del Espíritu Santo la Iglesia, virgen también.
Llámese Hijo de Dios a aquel santo que ha de nacer de madre humana, pero sin padre humano, puesto que fue conveniente que se hiciese hijo del hombre el que de forma admirable nació de Dios Padre sin madre alguna; de esta forma, nacido en aquella carne, cuando era pequeño, salió de un seno cerrado, y en la misma carne, cuando era grande, ya resucitado, entró por puertas cerradas. 

Estas cosas son maravillosas, porque son divinas; son inefables, porque son también inescrutables; la boca del hombre no es suficiente para explciarlos, porque tampoco lo es el corazón para investigarlos.

Creyó María, y se cumplió en ella lo que creyó. Creamos también nosotros para que pueda sernos también provechoso lo que se cumplió. Aunque también este nacimiento sea maravilloso, piensa, sin embargo, ¡oh hombre!, qué tomó por ti tu Dios, qué el creador por la criatura: Dios que permanece en Dios, ele terno que vive con el eterno, el Hijo igual al Padre, no desdeñó revestirse de la forma de siervo en beneficio de los siervos, reos y pecadores. 

Y esto no se debe a méritos humanos, pues más bien merecíamos el castigo por nuestros pecados; pero, si hubiese puesto sus ojos en nuestras maldades, ¿quién los hubiese resistido? Así pues, por los siervos impíos y pecadores, el Señor se dignó nacer, como siervo y hombre, del Espíritu Santo y de la virgen María".

(S. Agustín, Serm. 215, 3-4).

1 comentario:

  1. Me quedo con: "ni puedes pensarlo ni explicarlo; sólo te es posible creerlo para poder alcanzar la salvación".

    Cremos en tantas cosas fútiles... y ¿no podemos creer que Quién creó las leyes por las que se rige la naturaleza puede cambiarlas en orden al cumplimiento de su plan de salvación?

    Concédenos vivir más profundamente el misterio de Cristo,
    para que podamos dar testimonio de él con más fuerza y claridad (de las Preces de Laudes).

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