La nube es también una realidad en el N.T., y es usada por los
evangelistas, siguiendo la tipología establecida por el Éxodo. Expresan así
algo fundamental: la continuidad entre el AT y el NT, un nuevo pueblo del Señor
que ve la gloria de Dios, un arca nueva para este pueblo nuevo, y un nuevo
Moisés[1] que establece una nueva
ley, ley espiritual, según la
Tradición de los Padres[2].
Una lectura teológica desde la fe cristiana. Toda la Tradición patrística ha
hecho distintas lecturas de la nube como columna de fuego. La primera, tal vez
por antigüedad, es Melitón de Sardes. Él interpreta a la columna de fuego
-aunque no sea propiamente sacerdotal- como Cristo mismo que, pasando el Mar
Rojo, guía a su pueblo. Es Jesucristo el que hace pasar a su pueblo de la
muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad. Así lo ve Melitón de Sardes:
Éste [Cristo] es el que te
iluminó con una columna de fuego, y el que te cubrió con una nube, el que abrió
el mar Rojo (Homilía sobre la
Pascua, nº 84).
Cristo pasa el Mar Rojo en forma de columna de fuego para
iluminar a su pueblo. El Señor Jesús se
presenta pues como luz para todos los hombres: "Yo soy la luz del mundo. El que me siga
no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn
8,12).
No sólo representa la nube la señal segura en el camino,
sino que visibiliza la misma vida que el Señor regala a su pueblo Israel, ya
que por ella pasan el Mar Rojo y caminan por el desierto hacia la liberación
plena: es la Pascua.
Cristo, Luz, es la
Vida segura para que el que le siga. Jesucristo conduce a la Vida auténtica, pasando por
la oscuridad de la muerte, para llegar a la luz de la Resurrección. Es
signo de vida para los cristianos, que reconocen en Cristo Jesús no sólo la
luz, sino la misma Vida.
Por ello, S. Ambrosio, presentará la columna de fuego como
figura y tipo de Cristo que ilumina las tinieblas del error y del pecado para
hacernos pasar a la verdad, al encuentro luminoso con el Señor en el Sinaí.
Sigue así con la misma interpretación que antes veíamos de Melitón de Sardes.
Dice Ambrosio:
¿Qué es la columna de luz sino
Cristo Señor, que ha disipado las tinieblas del paganismo y ha difundido la luz
de la verdad y de la gracia espiritual en el corazón de los hombres? (De
sacr.,1,22).
Todas son prefiguraciones del bautismo, según la Tradición de los Padres
(y la eucología). Algunos ven también en la columna de luz un signo evidente
del Espíritu Santo; interpretación sobre la que volveremos, más adelante, al
analizar Lc 1,38. Así lo expresan los Padres:
Ya veis cuánto se distingue la
lectura histórica de la interpretación de Pablo: lo que los judíos piensan que
es el paso del mar, Pablo lo llama bautismo; lo que ellos consideran nube,
Pablo lo presenta como el Espíritu Santo; y de este mismo modo que éste quiere
que sea entendido lo que el Señor manda en los Evangelios diciendo: El que no
renazca del agua y de Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de los cielos
(ORÍGENES, Hom. in Ex., V,1).
La columna de nube es el
Espíritu Santo. El pueblo estaba en el mar y la columna de luz le precedía;
después la columna de nube le seguía, como la sombra del Espíritu Santo. Ves
que, por el Espíritu santo y el agua, la figura del Bautismo queda manifiesta
(S. AMBROSIO, De sacr., 1,22).
Es la misma línea que seguirán los textos de la liturgia al
hablar del bautismo: "Oh Dios, que hiciste pasar a pie enjuto por el mar
Rojo a los hijos de Abrahán, para que el pueblo liberado de la esclavitud del
Faraón fuera imagen de la familia de los bautizados" (Bendición del Agua
Bautismal).
Más aún: por el sacramento del bautismo, prefigurado según la Tradición en la nube y
en la luz, nosotros mismos nos hacemos templos, santuarios consagrados al
Señor. Por la unción con el crisma en la liturgia bautismal, somos templos del
Espíritu. Así lo presenta la teología paulina: "¿no sabéis que sois templos de Dios
y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de
Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo
sois vosotros" (1Cor 3,16-17; cfr. 1Cor 6,19). Nosotros, los
bautizados, somos los templos vivos (2Cor 6,16), templos de Dios, igual que la tienda
era el santuario donde el Señor se hizo presente por medio de la nube. También
el Señor se hace presente en nuestro corazón por medio del Espíritu que, como
la nube, nos cubre con su sombra, y hace morada en nuestro interior. Ésa es la
razón profunda de que la liturgia que propone Jesús sea un culto "en
Espíritu y Verdad" (Jn 4,23), donde ya nunca más habrá Templo.
Y en la misma línea bautismal, no sólo los bautizados a
título personal son santuarios del Dios vivo, sino toda la Iglesia que es Templo del
Espíritu, Cuerpo de Cristo. Por tanto, al igual que Cristo Jesús, ungido por
Dios con la fuerza del Espíritu (Hch 10,38), estuvo totalmente invadido, lleno,
del Espíritu Santo, así su Cuerpo (cfr. 1Cor 12) que es la Iglesia está lleno del
Espíritu: forma un auténtico Templo en el que Dios se sigue haciendo presente
en medio de los hombres por el Espíritu. S. Pablo coge la imagen de la
edificación, tomando a Cristo Jesús como piedra angular, e invita a los
bautizados a que "edificados
sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo
mismo, en quien todo el edificio, bien trabado, va creciendo hasta formar un
templo consagrado al Señor, y en quien también vosotros vais formando
conjuntamente parte de la construcción, hasta llegar a ser por medio del
Espíritu, morada de Dios" (Ef 2,20-22). Y la nube cubrió a la Iglesia, en la mañana de
Pentecostés (Hch 2,1-13), llenando con su presencia toda la casa ("llenó toda la casa en la
que se encontraban" (Hch 2,2b), en clara resonancia con Ex
40,34. En esa mañana, el Espíritu Santo cubrió a la primera comunidad,
asegurando así su presencia constante en la Iglesia a través de toda la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario