La vida de oración verdadera y honda, a través de sus fases, de sus purificaciones, de la búsqueda incesante de Cristo a pesar de no sentir y vivir en oscuridad ("aunque es de noche"), desemboca en la santidad.
Esta santidad es la la plena unión con Cristo, el Amado: un amor ya verdadero y despojado de toda impureza o imperfección, que ha sido sometido por el Espíritu Santo a un proceso largo, quemando en su fuego todo lo que no era oro de amor, sino metal de baja calidad.
La unión con Cristo se consuma en la oración, y nada puede romper esta comunión personal. Ya Cristo, el Amado, ha tomado para sí -después de purificarla- al alma-Esposa, su amada. Se vive de otro modo, se ama de otro modo. Incluso la oración ha ido adquiriendo otra forma: menos ideas y discursos, más amor sereno y presencia, estando en silencio, contemplando.
La santidad en la que desemboca la vida de oración teologal se puede presentar con aquella canción de la Noche oscura de san Juan de la Cruz:
¡Oh noche que guiaste!¡oh noche amable más que el alborada!¡oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!
Es entonces, siguiendo el hilo de esas canciones, cuando ya todo se deja en el Amado, en un sublime abandono confiado:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.