Se nos ofrece la ocasión de contemplar un salmo de alabanza que canta admirado la gloria de Dios, el salmo 96. El que ama a Dios, cuando lo mira, o contempla sus obras, queda maravillado, asombrado, y lo único que le brota del corazón es cantar y proclamar una y otra vez la gloria y majestad de Dios.
“El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables”; en todo el orbe de la tierra, Dios es Dios; Dios es el único Señor, en el cielo, en la tierra, en el abismo; el Señor que todo lo creó, el Señor que es poderoso.
“Justicia y derecho sostienen su trono”. “No es un Dios parcial”, no es como nosotros. El Señor es justicia y derecho, y a la vez, misericordia, pero “justicia y derecho sostienen su trono”. Y la voluntad de Dios es una voluntad de vida, sanadora y salvadora, la santificación, y el derecho es la justicia, la salvación que Él otorga a todo hombre.
“Los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra”. Uno contempla paisajes, montañas altas, y uno se siente muy pequeño. ¡Qué grande son las montañas! ¡Qué majestuosidad! Pues ante el Señor no son nada, “se derriten como cera”, como pequeños cabos de vela que aprovechamos. No son nada comparados con la gloria y la majestad de quien es nuestro Dios y Señor. Y contemplamos los cielos, y siempre el atardecer es un paisaje evoca muchas resonancias en el alma humana, pues contemplar los cielos es ver que “los cielos”, el firmamento, “pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria”. Si tan hermoso es un atardecer, tan inmenso el cielo, tan infinito o casi infinito es el universo, mayor es Dios que los creó, el autor siempre es mayor que su obra; por eso “los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria”, viendo la belleza de la creación que ha salido de las manos de Dios.
El Señor, tan maravilloso, tan magnífico, rey de todo lo creado, sin embargo, se fija en nosotros; no es distante, no es un Dios que pone en marcha el mundo y lo deja despreocupándose de su creación; aunque respete nuestra libertad, está volcado en nosotros. Por eso “el Señor ama al que aborrece el mal”.
“El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables”; en todo el orbe de la tierra, Dios es Dios; Dios es el único Señor, en el cielo, en la tierra, en el abismo; el Señor que todo lo creó, el Señor que es poderoso.
“Justicia y derecho sostienen su trono”. “No es un Dios parcial”, no es como nosotros. El Señor es justicia y derecho, y a la vez, misericordia, pero “justicia y derecho sostienen su trono”. Y la voluntad de Dios es una voluntad de vida, sanadora y salvadora, la santificación, y el derecho es la justicia, la salvación que Él otorga a todo hombre.
“Los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra”. Uno contempla paisajes, montañas altas, y uno se siente muy pequeño. ¡Qué grande son las montañas! ¡Qué majestuosidad! Pues ante el Señor no son nada, “se derriten como cera”, como pequeños cabos de vela que aprovechamos. No son nada comparados con la gloria y la majestad de quien es nuestro Dios y Señor. Y contemplamos los cielos, y siempre el atardecer es un paisaje evoca muchas resonancias en el alma humana, pues contemplar los cielos es ver que “los cielos”, el firmamento, “pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria”. Si tan hermoso es un atardecer, tan inmenso el cielo, tan infinito o casi infinito es el universo, mayor es Dios que los creó, el autor siempre es mayor que su obra; por eso “los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria”, viendo la belleza de la creación que ha salido de las manos de Dios.
El Señor, tan maravilloso, tan magnífico, rey de todo lo creado, sin embargo, se fija en nosotros; no es distante, no es un Dios que pone en marcha el mundo y lo deja despreocupándose de su creación; aunque respete nuestra libertad, está volcado en nosotros. Por eso “el Señor ama al que aborrece el mal”.