Prosiguiendo
con los gestos y posturas corporales, veremos cómo su variedad permiten
expresar en cada momento los sentimientos interiores, el afecto y la devoción,
celebrando la liturgia. El cuerpo se expresa en la liturgia a la vez que
permite crear disposiciones internas para un culto verdadero.
Así,
participar es estar de pie, sentados, de rodillas… según lo requiere cada parte
de la liturgia. Esta participación es sencilla e implica estar atentos y
conscientes en la celebración litúrgica, buscando además la unidad en gestos,
posturas, palabras y oraciones de todo el pueblo cristiano.
Veamos y conozcamos las inclinaciones en la liturgia.
La
liturgia lleva al hombre a inclinarse ante Dios, reconociéndole y adorándole.
No es la postura erguida, de dura cerviz que le cuesta inclinarse ante Dios,
sino la del hombre que se inclina, que adora, que se hace pequeño porque él
mismo es pequeño ante la grandeza de Dios.
Es,
pues, un modo de adorar al Señor. El criado de Abraham, al encontrar a Rebeca, “se inclinó en señal de adoración al Señor”
(Gn 24,26). Los levitas, a petición del rey Ezequías alabaron al Señor con
canciones de David, “lo hicieron con
júbilo; se inclinaron y adoraron” (2Cron 29,30).
Es
también un modo reverente de saludar a alguien superior o más importante, o
simplemente una deferencia cortés, como Abraham ante los hititas para
dirigirles su discurso (Gn 23,7) o los hijos de Jacob ante José en Egipto que “se inclinaron respetuosamente” (Gn
43,28). Betsabé saluda al rey David inclinándose ante él y luego postrándose
(cf. 1R 1,16) y Betsabé es saludada con una inclinación por su hijo el rey
Salomón (1R 2,19). Ya aconseja el Eclesiástico: “Hazte amar por la asamblea, y ante un grande baja la cabeza” (Eclo
4,7).
Inclinarse
es siempre signo de condescendencia, de bondad. Dios mismo se inclina hacia el
hombre que le grita en el peligro: “Inclinó
el cielo y bajó, con nubarrones debajo de sus pies” (Sal 17,10); “él se inclinó y escuchó mi grito” (Sal
39,2). Dios se inclina, como una madre hacia su pequeño, cuidando a Israel: “fui para ellos como quien alza un niño
hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer” (Os 11,4).