Era lo que se promovió durante el siglo XX y el Concilio Vaticano II asumió y alentó: un laicado activo. Forma parte de la Iglesia, ¡es Iglesia!, y no puede estar adormecido, impasible, inerte, sino vivo y activo.
Es Iglesia el laicado, pero no para vivir encerrados en las sacristías y despachos parroquiales, sino para estar en el mundo, evangelizando el mundo, la sociedad y la cultura. Se parte del núcleo familiar, Iglesia doméstica, donde se recibe la tradición de la fe y se transmite, y se amplía a los deberes profesionales y de estado, pasando por la cultura, la política, la economía, el arte, las ciencias, el pensamiento... ¡Un laicado para el mundo!
Primero, la clara conciencia que el laicado debe poseer de sí mismo. ¡Qué difícil despertar ese sentido de Iglesia y misión!
Segundo, una robusta vida espiritual sin la cual nada se sostiene y se corre el riesgo de estar en el mundo a la intemperie, expuestos a todo, porque falla el cimiento de la vida interior.
Tercero, la formación que ilumina la inteligencia para decir palabras certeras y dar razón de la esperanza cristiana a este mundo que ni espera ni cree necesitar nada (hemos hablado mucho de formación: este blog quiere responder a esa necesidad cuando a veces no se puede encontrar de otras maneras, o también, para suplir y completar la formación ya recibida).
Cuarto, el respaldo y el apoyo de la comunidad cristiana que, como un corazón, lanza un movimiento de diástole, enviando. Las parroquias y comunidades cristianas no pueden ser una "fábrica de Misas", una especie de "supermercado" de servicios litúrgicos ni tampoco su opuesto: un club de amiguetes que forman un refugio afectivo y cálido.
Las palabras de Benedicto XVI a este respecto deben marcar la pauta de trabajo y un convencimiento hondo: