La
belleza es siempre manifestación de Dios, revelación de su Gloria y su Verdad,
y, por tanto, lo que es realmente bello, es una vía de acceso a Dios: nos toca
en lo más hondo, nos transciende, eleva el corazón a un gozo inexplicable. La
belleza es una cualidad de Dios.
La Iglesia cuidó siempre de
las artes, cultivó la belleza, como un camino de evangelización por un parte,
y, por otra, como una alabanza a Dios. La belleza siempre es un anhelo en el
corazón del hombre aun cuando no sepa reconocerlo o verbalizarlo.
La
liturgia eclesial posee belleza en sí misma: es el Misterio de Dios dándose a
través de los ritos sagrados, es la Presencia de Cristo glorificado que hace de la
liturgia un nuevo monte Tabor de luz y transfiguración. Es la entrada de Cristo
en nuestro espacio, en nuestro tiempo, en nuestra vida. En función de esto, la Iglesia preservó siempre
la belleza en la liturgia, no admitiendo muchos elementos que podían desfigurarla,
empobrecerla o afearla; empleó los mejores recursos (musicales, orfebrería,
arquitectura, pintura, etc.) al servicio del culto divino; creó una atmósfera
espiritual para la liturgia, con silencio y canto sagrado y espiritual, con
incienso y cirios, con orden y decoro.
Quien
iba a la iglesia a vivir la liturgia entraba en otro ámbito, tremendamente
simbólico, había una transición, un cambio, de lo cotidiano y profano en que
vivía a lo sagrado y celestial. La liturgia –y el mismo templo- eran anticipo
del cielo, la nueva ciudad de Jerusalén arreglada como una novia para su
Esposo; eran una imagen de la liturgia del cielo que describe el Apocalipsis.
Nada de vulgaridad, nada de improvisación, nada de música o ritmo profano, nada
de ropas comunes para los ministros del altar, nada debía estorbar ni disminuir
la belleza y santidad de la liturgia rebajándola a lo vulgar, asimilándola a lo
profano.