"La audiencia en la que participáis debería ser, según nuestro deseo, y quizá según el vuestro, una confirmación en vuestra fe católica. ¿Qué otro don mejor podemos desear para vosotros? Pensamos en el inmenso esfuerzo que deben realizar vuestros espíritus, por fuerza de las cosas, inmersos como están en el mar tempestuoso de la mentalidad moderna en orden a la religión, y más precisamente en orden a la fe; y pensamos que vosotros esperáis, al venir a este encuentro, gozar un momento de tranquilidad espiritual, un momento de seguridad religiosa, un momento de gozoso respiro en la experiencia interior del poder tonificante de la fe. Aquí está el puerto de la serenidad, la tierra firme de la estabilidad; nuestros votos y nuestra bendición os quieren conseguir este bienhechor y tonificante consuelo.
Nuestro ministerio apostólico nos obliga y nos da facultades para ello. Para difundir en todo el pueblo de Dios este soberano beneficio hemos anunciado la próxima celebración del centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Pero entre tanto podemos presentaros una consideración que está muy unida en el período posconciliar, en el que toda la Iglesia está estudiando y meditando el tesoro doctrinal que nos ha legado el Concilio Vaticano II. Y la consideración se refiere al pensamiento que el Concilio ha expresado con respecto a la fe. Éste es, ciertamente, un tema de estudio profundo para teólogos e historiadores; nosotros nos vamos a contentar con señalarlo apenas.
¿Cuál es la doctrina del Concilio Ecuménico sobre la fe? El que se plantee esta pregunta se da cuenta en seguida que el último Concilio no ha realizado un tratado verdadero y propio sobre la fe, como lo hicieron otros Concilios. Es célebre, por ejemplo, la doctrina del Concilio II de Orange (a. 529), presidido por San Cesáreo de Arlés; no fue un Concilio ecuménico, pero tuvo mucha importancia por las polémicas y discusiones con que se desarrolló y por las doctrinas que enseñó, siguiendo a San Agustín, especialmente sobre la gracia necesaria para llegar a la fe justificante, y que confirmó el Papa Bonifacio II (DS 375 ss). Tampoco podemos olvidar las enseñanzas del Concilio de Trento sobre la fe, especialmente sobre la necesidad de que la fe esté integrada por la caridad (D. S. 1559) y por la gracia sacramental (Ib. 1561-1566). Luego el Concilio Vaticano I habló expresamente de la fe en su famosa Constitución “Dei Filius” (a. 1870), especialmente en los capítulos III y IV, en donde se precisan las funciones de la inteligencia y de la voluntad, operantes con la gracia, en el acto de la fe, y se indican las relaciones entre la fe y la razón (ib. 3008-3020); estas enseñanzas han dado materia de estudio y discusión a la teología, a la apologética, a la espiritualidad y también a la actitud práctica de la Iglesia hasta nuestros días (cf. R. Aubert, “Questioni attuali intorno all´atto di Fede, in Problemi e Orientamenti di Teol. Domm.”, vol. II, 635).
El Concilio Vaticano II no nos ha liberado de viejas fórmulas
¿Cómo en cambio el Concilio Ecuménico Vaticano II no nos ha legado un “capítulo” expresamente dedicado a la fe, cuando ésta sigue siendo el centro de la controversia y vitalidad religiosa? Es necesario fijarse un poco. Esta supuesta omisión ha sido puesta por algunos en relación con uno de los puntos programáticos del último Concilio, es decir, el de no dar nuevas solemnes definiciones dogmáticas, lo cual ha engendrado en algunos la sospecha de que las definiciones dogmáticas eran formas superadas en la enseñanza católica y que por ello el Concilio podía ser considerado como liberación de los antiguos dogmas y de sus correspondientes anatemas. La fe, se dice, no es el dogma verbalmente considerado; éste consiste en fórmulas fijas que intentan definir y limitar verdades inmensas, inefables e inagotables. Y está bien; también santo Tomás nos enseña que el acto de fe no termina con las fórmulas que lo exponen, sino con las realidades a que éstas se refieren, pero con una visión integral de esta doctrina (cf. II, II, 1,2 ad 2). Además, se afirma que la fe es una virtud que nos concede el Espíritu Santo, y que por ello parece que ningún intermediario debería imponerle una disciplina particular; no se ve, por tanto, qué función puede tener un magisterio en definirla y tutelarla; de suerte que la fe debería estar libre de vínculos externos, y tener la conciencia como instrumento interno de desciframiento; y por ello podría tener entre los hombres diferentes concepciones y diferentes contenidos.