¿Qué es el hombre?
¡Cuántas veces los salmos plantean esa pregunta con admiración!
¿Qué es el hombre?
Hijo de Dios, amado y redimido por Cristo, está llamado por gracia a la más alta vocación. Sí, le es posible, porque la gracia activa todos los recursos, y son muchos, de su humanidad creada. La penitencia, la mortificación, son herramientas para que el hombre, en cierto modo, saque relucir lo mejor de sí mismo y deje obrar a la gracia que eleve lo humano en él.
Éstos son rasgos de un verdadero humanismo, el humanismo cristiano, que halla su fuente y origen en Cristo, el Hombre verdadero y nuevo.
"El hombre se está buscando a sí mismo. Quiere tener conciencia de sí mismo; quiere dar a su existencia una expresión propia, que siempre llama nueva, otras veces la llama libre, plena, poderosa, original, personal, auténtica... Alguno ha hablado de superhombre y del hombre de vida heroica; otros lo han definido prevalentemente desde el punto de vista biológico y zoológico (cf. Desmond Morris). La antropología es discutida en todos sus niveles. Es en la actualidad el tema principal de la discusión científica, filosófica, social, política y también religiosa (cf. GS 14). ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el tipo de hombre que podemos llamar ideal? Se repite la antigua pregunta socrática: “Yo te pregunto: ¿Qué es el santo?” (Platón, Erfirtrón).
Insinuamos tan sólo la pregunta no para tratarla y resolverla en una humilde conversación como ésta, sino solamente para llamar nuestra atención sobre este tema central de la problemática contemporánea, y para poner hoy en evidencia una dificultad que proviene de nuestra profesión cristiana; no hablamos ahora del problema ya conocido del teocentrismo, es decir, de la posición central que Dios ocupa en la concepción de la vida cristiana, frente a la autoidolatría moderna, con el antropocentrismo; no hablamos, pues, de la concepción humanista y profana que coloca al hombre en el centro de todo. Nos referimos más bien a la actitud penitencial, que es condición previa para la participación en el “Reino de los cielos” (Mt 3,2), y que se llama “metanoia, conversión”, es decir, un cambio profundo y operante de pensamientos, de sentimientos, de conducta que obliga a una cierta renuncia de sí mismo, y que va unida tanto al aprendizaje como a la observancia de la norma cristiana; esta actitud aconseja renuncias, a veces muy grandes, como los votos religiosos; infunde en el fiel con un gran disgusto, aunque saludable, el sentido del pecado; exige la vigilancia sobre peligros y tentaciones que acechan continuamente a nuestra vida; señala al camino del hombre la vía estrecha, única que conduce a la salvación (cf. Mt 7,13-14); pide una imitación de Cristo, nada fácil, y nos empuja hasta el amor de su cruz y a alguna participación en su sacrificio. La vida cristiana estima en mucho la abnegación, la mortificación, la penitencia. (Confróntese, por ejemplo, la severidad exigida al hombre contra aquello que en el hombre mismo puede ser fuente de pecado, Mt 5,29-30; 18,8).