Siempre
y en todo momento hay que suplicar una gracia: que el Espíritu Santo despierte
todo nuestro deseo, ¡nos despierte si estamos aletargados en la vida!, avive el
deseo de Cristo y, como mendigos de la Gracia, lo supliquemos: ¡Ven, Señor Jesús!
Somos
cristianos por pura gracia. Vivimos en Cristo, pero es fácil que lo cotidiano o
las dificultades o la rutina, apaguen la experiencia de Cristo, la releguen al
rincón de los valores, mientras se vive en paralelo a la fe y a Cristo.
¿Qué
queda de la fascinación del cristianismo? ¿Qué queda de la fascinación por
Cristo?
Fue
esa fascinación la que nos atrajo y sedujo, la que transformó la mirada y el
corazón. Fue Cristo quien provocó tal impacto en nosotros que nos cambió y ya
no sabíamos vivir sin Él.
¿Qué
queda de esa fascinación por Cristo? ¿No lo habremos convertido después de
tiempo en un presupuesto obvio y lo habremos perdido de vista? ¿Un presupuesto
obvio, ciñéndonos sólo a sus consecuencias éticas, a unas prácticas cultuales,
perdiendo la pasión y el entusiasmo por Cristo?
Y
es que el cristianismo es, ante todo, la Persona de Jesucristo, en quien fijamos la mirada
sin apartarla, a quien amamos con pasión y entrega.
La
vida cristiana es el reto ante los problemas concretos, el trabajo diario, las
mismas caras y situaciones. Es una labor siempre: encarnar la fe en la vida,
dejarse cuestionar y que la fe sea el factor de luz y discernimiento.
La
fe es un recurso que Cristo nos infunde para vencer las dificultades que la
vida nos hace afrontar. La fe nos introduce en la realidad, nos enseña a vivir
sin buscar subterfugios o evasiones; nos introduce en la realidad y nos da las
claves para la existencia.
Si
la fe no fuera esto también, ¿qué serviría creer? ¿Qué sería creer? ¿Una
emoción, un sentimiento pasajero?
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