Muchas anotaciones se hallan
sobre el silencio en san Juan de la
Cruz como un elemento pedagógico del proceso interior para
vivir una auténtica experiencia de Dios.
En
el silencio están contenidos todos los tesoros del saber y del conocer;
advierte entonces: “mire aquél infinito saber y aquél secreto escondido: ¡qué
paz, qué amor, qué silencio está en aquel pecho divino!” (Av 6,17). La
presencia de Dios en el hombre es silenciosa y en silencio se expresa, en “el
centro y fondo del alma” y allí mora “secreta y calladamente” (LlB 4,3).
Dios,
sumamente Amado, en Cristo es “música callada, soledad sonora”. Deliciosa es la
descripción del Amado que realiza en el Cántico espiritual:
“Y llama esta música callada porque,
como habemos dicho, es inteligencia sosegada y quieta, sin ruido de voces; y
así, se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silencio. Y así,
dice que su Amado es esta música callada, porque en él se conoce y gusta esta
armonía de música espiritual. Y no sólo eso, sino que también es “la soledad
sonora”.
Lo cual es casi lo mismo que la
música callada, porque, aunque aquella música es callada cuanto a los sentidos
y potencias naturales, es soledad muy sonora para las potencias espirituales;
porque, estando ellas solas y vacías de todas las formas y aprehensiones
naturales, pueden recibir bien el sentido espiritual sonorísimamente en el
espíritu de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas…
Y por cuanto el alma recibe esta
sonora música, no sin soledad y enajenación de todas las cosas exteriores, la
llama “la música callada y la soledad sonora”, la cual dice que es su Amado”
(CB 14,25-26.27).
El
hombre debe mantenerse en “paz y silencio espiritual” (LlB 3,66), porque “lo
que Dios obra en el alma… es en silencio” (LlB 3,67). Así se produce esta
“callada comunicación” (LlB 3,40) que se realiza “en aquel sosiego y silencio
de la noche” (CB 14,25). Dios actúa en el silencio: “bienes espirituales que
Dios por sólo infusión suya, pone en el alma pasiva y secretamente, en el
silencio” (N2, 14,1).
En
la contemplación, así como en la liturgia, Dios se da en el silencio y en el
silencio se comunica, mientras que el aturdimiento, el verbalismo, el ruido,
impiden esa contemplación; ésta es una “inteligencia sosegada y quieta, sin
ruido de voces; y así se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del
silencio” (CB 14,25), de forma que Dios se comunica “sólo en soledad de todas
las formas, interiormente, con sosiego sabroso… porque su conocimiento es en
silencio divino” (Av 1,28) y la misma contemplación es “sabiduría de Dios
secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras…, como en silencio y
quietud…, enseña Dios ocultísima y secretamente al alma sin saber ella cómo”
(CB 39,12).
La
comunicación de Dios exige silencio, por tanto, la oración exige silencio y la
misma liturgia, igualmente, exige también silencio: “no es posible que esta
altísima sabiduría y lenguaje de Dios, cual es esta contemplación, se pueda
recibir menos que en espíritu callado y desarrimado de sabores y noticias
discursivas” (LlB 3,37). El hombre debe poder confesar y reconocer: “allegarme
he con silencio yo a ti” (Av 6,2).
Asimismo,
Dios al comunicarse, deja en silencio todo, pacifica de un modo suave y dulce,
por lo que el silencio es un efecto también del paso de Dios. “Se siente el
alma poner en silencio y escucha” (LlB 3,35), porque Dios pone “en sueño y
silencio” (N2, 24,3) todos los apetitos y potencias del alma. Así, muchas de
estas comunicaciones de Dios provocan “gran pausa y silencio” (N2, 23,4),
dejando al alma gozar de un silencio que envuelve y una paz que se saborea:
“gustando de la ociosidad de la paz y silencio espiritual en que Dios la estaba
de secreto poniendo a gesto” (LlB 3,66). Esta misma experiencia se siente
cuando se ha vivido de modo activo, pleno, piadoso, fructuoso, una liturgia
bien celebrada, con unción, solemne, fiel a los libros litúrgicos. Queda el
alma en paz y silencio sabrosos porque ha gustado del Misterio de Dios en una
liturgia así. Y si no se da esto como fruto, sino nerviosismo, agitación,
dispersión, etc., habrá que dudar de una liturgia así, “porque lo que no
engendra humildad… y silencio, ¿qué puede ser?” (S2, 29,5).
Tanto
la contemplación como una liturgia santa, bien celebrada, espiritual, van
recogiéndonos en lo interior; se quitan las ganas y la voluntad de cualquier
distracción, cualquier ruido, cualquier frivolidad. En la liturgia bien
celebrada, se experimenta algo interior que va centrando el corazón: “luego con
fuerza la tiran de dentro a callar y huir de cualquier conversación” (Cta.
22-11-1587); “la tiran de dentro”: no es un silencio impuesto desde fura, sino
una exigencia interior, fruto de la presencia y de la acción de Dios. Es Dios
que “tira de dentro”: pide vivir la santa liturgia con interioridad y sin
ruidos, voces, canto o música atronadores, ritmo celebrativo precipitado, etc…
El
silencio es imprescindible para oír la Palabra de Dios, ¡y cuánto más en la santa
liturgia!: “como dice el Sabio, las palabras de la Sabiduría, óyense en
silencio” (LlB 3,67), ya que es una Palabra “que habla en eterno silencio, y en
silencio ha de ser oída del alma” (Av 2,21).
“El
hablar distrae” (Cta. 22-11-1587) y sin duda el verbalismo en la liturgia no
hace bien, sino mal. “Saber callar”, en todo, es una “grande sabiduría” (Av
2,29), incluso en la misma liturgia.
El
silencio da hondura al alma, es necesidad vital. San Juan de la Cruz lo recomienda
insistentemente, de un modo u otro, para vivir en unión constante con Dios:
“traer el alma pura y entera en Dios” (Ca 9), “silencio y continuo trato con
Dios” (Av 2,38), “olvidada de todo, more en su recogimiento con el Esposo” (Av
2,14), “el alma contemplativa… ha de ser tan amiga de la soledad y silencio,
que no sufra otra compañía de otra criatura… ha de cantar suavemente en la
contemplación y amor de su Esposo” (Av 2,41).
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