El contacto cotidiano con el
Salvador nos dispone para aceptar su plan de salvación, tomar nuestra cruz y
cooperar con Él en la redención, expiando. Nos hace disponibles para escuchar
su voz y acoger su santa voluntad. Para ello hay que procurar un tiempo
silencioso de oración diaria, donde se renueva el alma en unión con Dios y se
ora cotidianamente; un espacio de silencio y oración que se ha de defender sin
ceder a otras urgencias:
“¿Es que no es posible ahorrar una
hora en la mañana en la que podamos recogernos en vez de distraernos, en la que
no malgastemos nuestras energías, sino que ganemos fuerzas para vencer con
ellas en las luchas que nos depara el día? Sin duda alguna se necesita para
ello algo más que una hora. Hemos de vivir de tal manera que a la una se suceda
la otra y éstas preparen a las que vienen. De ese modo se hace imposible “dejarse
llevar por la corriente” del día, aunque no sea más que transitoriamente…
Lo mismo ocurre en nuestra relación
diaria con el Salvador: cada día crece nuestra sensibilidad para percibir lo
que le agrada y lo que no le agrada. Si hasta ese momento estábamos
relativamente contentos con nosotros mismos, a partir de nuestro encuentro con
Él se van a transformar muchas cosas en nuestra vida. Vamos a descubrir muchas
facetas que no son del todo buenas e intentaremos cambiarlas en la medida de lo
posible, y otras que tampoco son buenas, pero que a la vez son casi imposibles
de cambiar. Con ello podremos crecer en humildad y llegaremos a ser pacientes y
comprensivos frente a la paja en el ojo ajeno, pues tendremos clara conciencia
de la viga en el propio. Finalmente aprenderemos a aceptarnos tal cual somos a
la luz de la presencia divina y abandonarnos a la misericordia de Dios que
puede alcanzar todo aquello de lo que nuestras propias fuerzas son incapaces”
(El misterio de la Navidad,
OC V, 489).
El
silencio primero y primordial es aquél que envolvió los misterios divinos, los
acontecimientos salvadores. En silencio ocurre todo:
“En esa misteriosa profundidad [la
oración sacerdotal de Jesús] se preparó y realizó, escondida y en silencio, la
grandiosa obra de la salvación, y así se continuará hasta que al final de los
tiempos todos alcancen la perfección en la unidad. En el silencio eterno de al
vida divina fue concebida la sentencia de la salvación. En la soledad del
silencioso aposento de Nazaret descendió la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen orante, llevando así
a plenitud la Encarnación
del Salvador. Reunida en torno a la
Virgen, silenciosa y orante, esperaba la Iglesia en gestación el
nuevo derramamiento del Espíritu Paráclito que habría de vivificarla y
conducirla a la claridad interior y a una actividad externa llena de frutos”
(La oración de la Iglesia,
OC V, 115).
En
lo oculto, Dios actúa en las almas, y nadie puede calcular cómo van a
desembocar esos torrentes de gracia que se comunican en el silencio de la
oración. Sólo sabemos que en ese silencio orante, Dios prepara a las almas:
“En la vida oculta y silenciosa se
realiza la obra de la redención. En el diálogo silencioso del corazón con Dios
se preparan las piedras vivas de las cuales está construido el reino de Dios y
se modelan los instrumentos selectos que ayudan en la construcción. La
corriente mística que atraviesa los siglos no es un afluente errante que se
separó imperceptiblemente de la vida de oración de la Iglesia; ella constituye
precisamente la instancia más íntima de su vida orante. Cuando rompe con las
formas tradicionales, sucede porque en esa corriente vive el Espíritu que sopla
donde quiere, que ha creado todas las formas de la tradición, y que va creando
siempre nuevas formas. Sin el Espíritu y sin las corrientes místicas, en las
que Él se manifiesta no habría ni liturgia ni Iglesia” (La oración de la Iglesia, OC V, 118).
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