Una virtud que se valora muy poco,
tal vez porque se la desconozca, es la devoción, virtud de la religión y del
modo de vivir nuestra relación con Dios.
Según sea nuestra devoción así será
nuestro trato íntimo con el Señor, lejos de confundir devoción con devociones
(el mucho recitar sin que sepamos ni por dónde vamos).
La rutina mata el espíritu, el ritmo mecánico y
febril nos habitúa a la repetición sin vida de costumbres, horarios, modos de
vida. Todo esto vivido de forma anodina y gris es rutina, vacía el corazón y se
pierde en gran medida hasta el sentido de lo que hacemos.
La monotonía de la
sucesión de los tiempos y las horas, provoca el hastío del espíritu. Además, el
hombre contemporáneo ha perdido la capacidad de disfrutar del día a día,
saborear lo que hacemos; mirar el mundo, las cosas, al otro con ojos de
admiración, de novedad. Todo lejano de la monotonía y la rutina: capacidad de disfrutar, de admiración, de
sorpresa. Por eso se buscan novedades casi como un estimulante, pero sin
saber vivir en profundidad y con amor y con deleite lo de cada día, nuestro propio trato con
Cristo en la liturgia y en la oración.
1. La devoción es un affectus
del ánima, una disposición interior por la que el alma se descentra, sale de sí
misma y se llega a Dios gozando, en su Presencia, de la dulzura, de la
suavidad, del Señor. La devoción es entrega, el alma se llena de la gracia del
Espíritu y sale de su “propio amor e interés” (S. Ignacio de Loyola); se centra
el alma en Dios.
La devoción auténtica, lejos de cualquier espiritualismo,
genera en el alma el crecimiento y fortalecimiento de las virtudes (teologales
y morales) y, por tanto, la transformación del cristiano, su vida ofrecida y
entregada: lo contrario sería un culto vacío. Por eso no hay vida moral –un
comportamiento moral- si no hay vida litúrgica y orante.
La devoción es gracia del
Espíritu, que permite que todo lo que no
sea el Señor quede puesto en un segundo plano, la realidad primera es el Señor;
el alma no queda dispersa entre muchos afanes, preocupaciones, distracciones,
sino que se recoge y pone su centro en el Señor. En la acción litúrgica y en la
oración personal, el cristiano es más María que Marta; ha escogido, pues, la
mejor parte.
Al contacto con el fuego, uno se quema; al contacto con el Señor,
el alma queda inflamada, encendida en el fuego de su Amor. Esta es la devoción,
el recogimiento necesario para celebrar la liturgia con una participación
plena, consciente, activa. “Atención a lo interior, estarse amando con el
Amado” (S. Juan de la Cruz, Suma de la perfección) es lo que se realiza en la participación litúrgica vivida con sana
devoción. Se está en presencia del Señor de la Gloria, se trata de amor
con el que sabemos nos ama, ocurre el misterio de nuestra santificación y
divinización: el cristiano -la asamblea congregada- está ante el Misterio, se
descalza como Moisés, adora y queda ensimismado ante los misterios que se están
celebrando.
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