La mayor aspiración de un alma
católica es llegar a ser “hombre de Iglesia”, sentir con la Iglesia y sentir la Iglesia, miembro
corresponsable, que la embellece por su santidad de vida, por participar en su
ser y misión, abrazando a la
Iglesia en sus dimensiones humanas y divinas, en sus
sacramentos, carismas, expresiones de vida, caminos espirituales diversos. El
hombre de Iglesia es un alma eclesial y sin la Iglesia, Comunión,
Compañía, no sabría vivir porque Ella nos ofrece a Cristo y nos da la vida.
“En su primera acepción, sin distinción obligada entre clérigo y laico, el “eclesiástico”, vir ecclesiasticus, significa hombre de Iglesia. Él es el hombre en la Iglesia. Mejor aún, es el hombre de la Iglesia, el hombre de la comunidad cristiana. Si la palabra en este sentido no puede ser arrancada del todo al pasado, que al menos perdure su realidad. ¡Que ella reviva en muchos de nosotros! “En cuanto a mí, proclamaba Orígenes, mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico”. No hay otro medio, pensaba él con sobrada razón, para ser plenamente cristiano. El que formula semejante voto no se contenta con ser leal y sumiso en todo, exacto cumplidor de cuanto reclama su profesión de católico. Él ama la belleza de la Casa de Dios. La Iglesia ha arrebatado su corazón. Ella es su patria espiritual. Ella es “su madre y sus hermanos”. Nada de cuanto le afecta le deja indiferente o desinteresado. Echa sus raíces en su suelo, se forma a su imagen, se solidariza con su experiencia. Se siente rico con sus riquezas. Tiene conciencia de que por medio de ella, y sólo por medio de ella, participa en la estabilidad de Dios. Aprende de ella a vivir y a morir. No la juzga, sino que se deja juzgar por ella. Acepta con alegría todos los sacrificios que exige su unidad. Hombre de la Iglesia, ama su pasado. Medita su historia. Venera y explora su Tradición” (De Lubac, Meditación..., p. 193).
Al sentir con la Iglesia y sentir la Iglesia, se genera una
nueva mentalidad, un nuevo modo de ver y una sensibilidad distinta: el espíritu
católico, siempre integrador con dimensión universal. ¡Qué gozo y qué orgullo
sentirse católico y vivir como tal! Esta catolicidad en las almas define el
perfil del católico, define al hombre de Iglesia. ¿Y cómo vive y es este
hombre? ¿Qué caracteriza al espíritu católico? (Cf. De Lubac, Meditación...,
pp. 199ss). Se niega a dejarse obsesionar por una sola idea como un fanático
vulgar, porque cree con la
Iglesia, según lo demuestran todo su dogma y lo confirma la
historia de las herejías, “que la salud consiste en el equilibrio”. Se guarda
también de confundir la ortodoxia o la firmeza doctrinal con la estrechez o
pereza de espíritu.
Tiene buen cuidado de impedir que la idea general
suplante a la Persona
de Jesucristo. Y lo mismo que cuida de la pureza de la doctrina y de la
precisión teológica, se preocupa también de que el misterio de la fe no
degenere en ideología.
Él se mantiene apartado de toda camarilla y de toda
intriga, resiste a los movimientos pasionales de los que no siempre se ven
libres los medios teológicos, y su vigilancia no es ninguna manía de recelo.
Comprende que el espíritu católico, que es a un tiempo riguroso y comprensivo,
es un espíritu más caritativo que querelloso, opuesto a todo espíritu de
facción o simplemente de capilla, lo mismo si se trata de eludir la autoridad
de la Iglesia
como si, por el contrario, se pretende acapararla. Toda iniciativa laudable,
toda fundación que cuenta con la debida aprobación, todo nuevo hogar de vida
espiritual es para él una ocasión para mostrar su agradecimiento.
No se muestra hostil por principio a las diferencias
legítimas. Con tal que se salve la unidad de la caridad en la fe católica, cree
por el contrario que estas diferencias son necesarias, porque no se puede suprimir
la diversa manera con que los hombres sienten una misma cosa, y aun las tiene
por beneficiosas. No las transforma en oposiciones o contradicciones, guiado
por una lógica estrecha y superficial, sino que las considera completándose y confundiéndose en el lazo del
amor. Y está convencido de que pretender reducirlas a la uniformidad por su
propio talante, equivale a ser enemigo de la belleza de la Esposa. Y aun cuando
suceda que estas posturas diferentes se convierten en divergencias, tampoco se
inquieta de buenas a primeras desde el momento en que la Iglesia las tolera. Le
basta un momento de reflexión para convencerse de que en la Iglesia siempre las ha
habido y siempre las habrá. En lugar de perder la paciencia, trata de mantener
la concordia y se esfuerza, cosa harto difícil, por conservar un espíritu más
amplio que sus propias ideas.
Por poca experiencia que tenga, sabe de sobra que no hay
que apoyarse en los hombres; pero las pruebas dolorosas que van acumulándose
con los años no son capaces de marchitar su alegría; porque es el mismo Dios
quien conserva su juventud, y todo ello resulta que la adhesión que prometió a
la santa Iglesia sale más purificada.
Cualquiera que sea el lugar y la función particular que
ejerce en el cuerpo de que es miembro, se muestra sensible a cuanto afecta todos los demás miembros. Él mismo se siente
afectado por todo lo que paraliza, entorpece o lastima a todo el cuerpo. Y por
lo mismo que no consentirá en separarse de él, tampoco puede permanecer
indiferente. Sufre con los males interiores de la Iglesia. Él quisiera que la Iglesia fuera en todos sus
miembros más pura y unida, más atenta a la llamada de las almas, más activa en
su testimonio, más ardiente en su sed de justicia, más espiritual en todo, más
alejada de toda concesión al mundo y a sus mentiras. Querría que ella, en todos
sus hijos, estuviera siempre celebrando una Pascua de sinceridad y de verdad.
Sin dar lugar a un sueño utópico, y sin dejar de acusarse a sí mismo en primer
lugar, no se resigna a que los discípulos de Cristo se instalen en lo
“demasiado humano”, ni a que se estanquen al margen de las grandes corrientes
humanas.
Él ve espontáneamente el bien, se goza de ello, se aplica a que los
demás lo vean, sin que por ello cierre sus ojos a los defectos y a las miserias
que algunos quisieran ocultar y que a otros les escandalizan, y no cree que su
lealtad o solamente su experiencia le obligan a sancionar todos los abusos.
Sabe además que el tiempo va desgastando muchas cosas, que son necesarias
muchas renovaciones si se quieren evitar las novedades nefastas, y que el afán
de reforma es natural en la
Iglesia. No es un chiflado del pasado.
El hombre de Iglesia siempre está abierto a la esperanza.
Para él, el horizonte nunca está cerrado. Lo mismo que el apóstol san Pablo,
quiere estar “lleno de gozo en medio de los sufrimientos”, y se atreve a creer
que de esta suerte él, como todos, “está llamado a cumplir lo que resta que
padecer a Cristo en pro de su Cuerpo que es la Iglesia”, y que tiene un
Cristo “la esperanza de la
Gloria”. Junto con la comunidad de los creyentes espera el
retorno de Aquel a quien ama. Pero tampoco se olvida de que la espera debe ser
activa y que no debe desviarnos de ninguna de las tareas de aquí abajo, sino
que las hace más urgentes y rigurosas.
El hombre de Iglesia no es sólo obediente, sino que ama
la obediencia. Nunca querría obedecer por necesidad y sin amor.
Y es que toda actividad que merece el nombre de cristiana
se desarrolla necesariamente sobre un fondo de pasividad. Porque el Espíritu de
donde procede es un Espíritu “recibido de Dios”. Es Dios mismo quien se nos da
el primero para que podamos darnos a Él, y en la misma medida en que le damos
acogida en nosotros, ya “no nos pertenecemos”. Antes que en ninguna otra parte,
esta regla se verifica en el orden de la fe. La obediencia no tiene nada de
mundano ni de servil. Ella somete nuestros pensamientos y deseos, no a los
caprichos de los hombres, sino a la obediencia de Cristo. El católico sabe que la Iglesia no manda sino
porque primeramente ella obedece a Dios. La Iglesia es una comunidad, pero para ser esta
comunidad, ella es ante todo una jerarquía. Nosotros llamamos madre nuestra, no
a una Iglesia ideal e irreal, sino a esta misma Iglesia jerárquica, y no tal
como nosotros la podemos soñar, sino tal como existe de hecho hoy mismo. Y por
eso la obediencia que nosotros le ofrendamos en la persona de los que la rigen,
no puede ser sino una obediencia filial. No nos ha dado la luz para
abandonarnos inmediatamente y dejar que corramos solos nuestra suerte: ella nos
conserva y nos tiene congregados en su seno maternal. Todo verdadero católico
fomenta por lo tanto un sentimiento de tierna piedad para con ella.
Entonemos un himno a la Iglesia, orgullosos de ser
hijos de tal Madre, miembro de un Cuerpo tan santo, partícipes de su vida,
peregrinos de un pueblo cristiano elegido por amor y redimido por la cruz.
“Ella
es siempre el Paraíso, en medio del cual él brota como un manantial puro y se
extiende en cuatro ríos para fertilizar toda la tierra. Gracias a ella, de
generación en generación, el Evangelio es expuesto a todos, a los pequeños como
a los grandes de este mundo, y cuando no produce en nosotros sus frutos de
vida, es únicamente por nuestra culpa.
Alabada
sea también esta gran Madre por el Misterio divino que nos comunica,
introduciéndonos en él por la doble puerta que constantemente está abierta de
su Doctrina y de su Liturgia. Alabada sea por el perdón que nos garantiza.
Alabada sea por los hogares de vida religiosa que suscita y protege, y cuya
llama sostiene. Alabada sea por el mundo interior que nos descubre y en cuya
explotación nos lleva de su mano. Alabada sea por el deseo y la esperanza que
fomenta en nosotros. Alabada sea también por todas las ilusiones que desenmascara
y disipa en nosotros, a fin de que nuestra adoración sea pura. ¡Alabada sea
esta gran Madre!
Madre
casta, ella nos infunde y nos conserva una fe siempre íntegra, que ningún
decaimiento humano ni abatimiento espiritual, por profundo que sea, es capaz de
afectar. Madre fecunda, no cesa de darnos por el Espíritu Santo nuevos
hermanos. Madre universal, cuida por igual de todos, de los pequeños como de
los grandes, de los ignorantes y de los sabios, de la gente sencilla de las
parroquias como del grupo escogido de las almas consagradas. Madre venerable,
ella nos garantiza la herencia de los siglos, y extrae para nosotros de su
tesoro tanto las cosas antiguas como las nuevas. Madre paciente, ella reanuda
constantemente, sin cansarse nunca, su obra de lenta educación y recoge uno a
uno los hilos de la unidad que sus hijos desgarran constantemente. Madre
atenta, ella nos protege contra el Enemigo que anda girando en torno a nosotros
buscando su presa. Madre amante, ella no nos repliega sobre sí misma, sino que
nos lanza al encuentro de Dios que es todo Amor. Madre clarividente,
cualesquiera que sean las sombras que el Adversario se empeña en extender, no
puede menos de llegar a reconocer algún día como suyos los hijos que ha engendrado,
sabrá alegrarse de su amor y ellos se sentirán seguros en sus brazos. Madre
ardiente, ella pone en el corazón de sus mejores hijos un celo siempre activo y
los envía por todas partes como mensajeros de Jesucristo. Madre prudente, ella
nos evita los excesos sectarios, los entusiasmos engañosos que dan lugar a
perniciosos virajes; ella nos enseña a amar todo lo que es bueno, todo lo que
es verdadero, todo lo que es justo, a no rechazar nada que no haya sido
contrastado. Madre dolorosa, que lleva el corazón traspasado por la espada,
ella revive de tiempo en tiempo la
Pasión de su Esposo. Madre fuerte, ella nos exhorta a
combatir y a dar testimonio por Cristo; más aún, no teme hacernos pasar por la
muerte -después de esta primera muerte que es el bautismo-, para engendrarnos a
una vida más alta... ¡Bendita sea por tantos beneficios1 ¡Bendita por encima de
todas estas muertes que ella nos procura, de estas muertes de las que el hombre
es incapaz, y sin las cuales estaría condenado a permanecer siempre siendo el
mismo, dando vueltas en el círculo miserable de su caducidad!
¡Alabada seas tú, Madre del amor hermoso, del temor
saludable, de la ciencia divina y de la santa esperanza! Sin ti, nuestros
pensamientos quedan dispersos y vacilantes: tú los atas en un haz robusto. Tú
disipas las tinieblas en las que cada uno se adormece, o se desespera, o
lamentablemente “se confecciona a su moda su novela del infinito”. Sin
desalentarnos de ninguna tarea, tú nos evitas los desvíos y las desilusiones de
todas las Iglesias hechas de mano de hombre. Tú nos salvas de la ruina en presencia
de nuestro Dios. ¡Arca viviente, Puerta del Oriente! ¡Espejo sin mancha de la
actividad del Altísimo! ¡Tú, que eres amada del Dueño del universo, que estás
iniciada en sus secretos y que nos instruyes sobre lo que le agrada! ¡Tú, cuyo
resplandor sobrenatural no se empaña en las horas peores! ¡Tú, gracias a quien
nuestra noche está bañada de luz! ¡Tú, por quien, cada mañana, el sacerdote
sube al altar del Dios que alegra su juventud! Bajo la oscuridad de tu
envoltura terrena, la gloria del Líbano está en ti. Tú nos das cada día a Aquel
que es el único Camino y la única Verdad. Por ti tenemos en él la esperanza de
la vida. Tu recuerdo es más dulce que la miel y el que escucha nunca será
confundido. ¡Madre santa, Madre única, Madre inmaculada! ¡Oh gran Madre! ¡Santa
Iglesia, Eva verdadera, única verdadera Madre de los Vivientes!” (De Lubac,
Meditación..., pp. 217-219).
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