El
misterio de la Persona
de nuestro Señor es inabarcable. Son las insondables riquezas del misterio de
Cristo, que nos dice el Apóstol (Ef 3,8).
Ninguna
persona podría asimilar y reproducir por entero el Misterio del Salvador; a lo
sumo, se le concede por gracia configurarse con un aspecto del Misterio, con un
rasgo, y ser presencia visible de Cristo en uno de sus misterios.
La
vocación particular de cada uno incluye entonces una especial configuración con
alguno de los misterios de Cristo; mientras uno será configurado con Cristo
predicador, otro será configurado con Cristo bendiciendo a los niños; aquél
será configurado con Cristo orando a solas en el monte; aquel otro será
configurado con Cristo curando a los enfermos y el de más allá con la
esponsalidad de Cristo-Esposo de la
Iglesia; uno con Cristo trabajando en el taller de Nazaret,
otro con Cristo cargado de dolores… ¡Tantos y tan variados los misterios de
Cristo!
Los
santos son tan variados entre sí, tan distintos, porque sólo juntos pueden
representar la totalidad del Misterio de Cristo. No hay oposición entre ellos,
como no la puede haber entre vocaciones, ministerios y carismas, ni rivalidad
tampoco. Son teselas que, juntas, forman el gran mosaico del Misterio de
Jesucristo.
Por
eso cada santo refleja un aspecto del Misterio; hasta allí ha sido conducido y
ha encontrado su lugar propio.
Esto
merece ser pensado con paz:
“Las
formas de la vida cristiana reflejan y reviven los distintos momentos de la
vida de Cristo. Él nos integra en su seguimiento y nos hace partícipes del
contenido de uno o de otro de sus misterios: en el desierto solitario y
tentador, en la acción sumada con la oración que es su vida pública, en el
monte Tabor con experiencias transitorias de luz y paz; en la agonía de
Getsemaní, en las dificultades de los procesos finales, en la angustia de la
crucifixión, en la paz y alegría del Resucitado. Ninguno de estos momentos de
la vida de Cristo es un absoluto, todos ellos forman y conforman su existencia.
Cada uno de nosotros nos reconocemos y sentimos atraídos por uno u otro de los
misterios de su vida, aquel al que nos inclina nuestra psicología y nos refiere
especialmente la misión recibida de Dios.
Así
se explica la admirable variedad de los santos. Los reconocidos como místicos
no son siempre los más aptos para ser imitados. Santa Teresa y san Juan de la Cruz son reconocidos como los
exponentes máximos en la era moderna. Ahora bien, ¿les son inferiores san
Francisco de Asís, santo Tomás de Aquino, san Juan de Dios, san Francisco Javier,
san Vicente de Paúl, Newman, Edith Stein, la Madre Teresa de
Calcuta y tantos otros santos modernos? El cristianismo no eleva la razón ni la
experiencia a categorías supremas, sino la fe, la libertad, la voluntad, el
amor y la acción. El amor a Dios y al prójimo son los verdaderos criterios de
santidad” (González de Cardedal, O., Cristianismo
y mística, Madrid 2015, 32).
La
pregunta que cada uno hizo al Señor en su momento era saber dónde lo quería, en
qué lugar, o lo que es lo mismo, con qué misterio de Cristo iba a ser
configurado, conformado de por vida.
El
sitio concreto, el misterio, lo escoge Cristo para cada uno, y así la
existencia cristiana será revivir siempre ese misterio de entre los misterios
del Señor.
“Cada
uno de nosotros revivimos un misterio de la vida de Jesús reflejándolo en el
mundo y solo en la multitud de creyentes y en la diversidad de carismas
eclesiales aparece su anchura, hondura, altura y profundidad. En esta
identificación con Jesús, es él quien marca los tiempos. Su infancia, su acción
pública, su relación con el Padre, su agonía, su proceso, su final de muerte en
cruz, su glorificación, su envío del Espíritu y su presencia y amor a la Iglesia, todos ellos son
“estados” perennes del alma de Jesús a los que él nos irá convocando y con los
que nos iremos identificando” (Id., 178).
A
esto hay que sumar, que en ocasiones, y es gracia, se nos hará revivir
intensamente algún estado concreto del alma de Jesús, alguno de sus misterios
especialmente de su Pasión. Así vamos siendo configurados con el Señor. Es lo
que vemos al observar la riqueza multiforme de la santidad en la Iglesia.
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