¿Y
cómo serán los santos del mañana? ¿Habrá mucha diferencia? Sin duda, no hay
respuesta exacta, porque la santidad viene del Señor, soberanamente libre, y de
la obra creativa del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y suscitará nuevas
respuestas de santidad allí donde surjan nuevos problemas y retos.
Sin
duda la santidad tiene unas claves que son constantes y permanentes. Nuevo tipo
de santidad no podrá ser nunca la nueva imagen laicista, el hombre buenista,
solidario, ecológico, al margen de Dios; el hombre que, sin más, es buena
persona, “tolerante”, etc., como tampoco el mártir podrá ser, sin más,
cualquier víctima, sino aquel que muere exclusivamente por Cristo, por odium
fidei. Esa santidad laicizada es una burda caricatura, no puede ser la santidad
del mañana.
¿El
santo de nuestro tiempo? ¿El santo de mañana?
“En
la actual visión del hombre y del cristiano, se puede uno preguntar qué nuevo
rostro tomará la santidad. En el fondo, consistirá siempre en un pleno
desarrollo de la vida divina y en una perfección de la caridad. En el
cristiano, la santidad no es otra cosa que una fructificación perfecta de la
caridad teologal. Es una auténtica amistad con Dios y un amor gratuito y
universal para con los hombres. Pero si la santidad esencial permanece idéntica
a la de las edades precedentes, nos está permitido preguntarnos sobre la forma
concreta que tomará la mirada de nuestros contemporáneos.
En
otras palabras, la caridad teologal deberá inventar nuevos modos de expresión,
que respondan a las aspiraciones de los hombres de nuestra época. Hay que
admitir de buena gana que estas aspiraciones van cada día más en el sentido de
la afirmación de la persona, de sus derechos y de sus deberes. Y si hay que
creer a la filosofía personalista, el hombre no se realiza en autarquía, se
realiza en la medida en que entra en verdadera relación con los demás. Otro
tanto sucede con el misterio de la sexualidad humana, cuyo dinamismo es una
invitación al diálogo y a la comunión. Es una vocación a encontrar al otro en
la comunidad de amor.
Al
salvar al hombre, Dios no puede destruir esta aspiración profunda a la comunión
que ha impreso en el corazón mismo de la persona; más aún, la caridad teologal
debe perfeccionar esta llamada al encuentro purificándolo de todo apego
egoísta…
El
santo moderno se reclutará entre aquellos que habrán acertado a invertir las
acometidas espontáneas de su corazón: su orientación habitual se volverá a la
acogida y a la búsqueda de personas como personas, que encuentran
inmediatamente en la amistad de un diálogo o mediatamente en el intercambio de
un contacto funcional… El tipo de santidad moderno se realizará en la
perfección evangélica del diálogo…” (Lafrance, J., Teresa de Lisieux, guía de almas, Madrid 2001 (3ª), 25-26).
El
gran teólogo Henri de Lubac lo dirá más ampliamente en un extenso artículo.
Diseña bien las líneas fundamentales, que se dan en toda santidad, y esboza algunas
líneas de futuro (Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca
1967, 215-224). Sabiendo que la santidad es don y obra originalísima del
Espíritu Santo, lo primero que afirma es aquello en lo que no se puede
convertir la santidad del mañana: “En cambio, no resulta muy difícil indicar cierto número de rasgos
que seguramente no los caracterizarán. Y no conviene que despreciemos esta
primera evidencia. No serán ciertamente ideólogos. No intentarán desde luego definir o
realizar en sí mismos “un nuevo tipo de santidad”, ni tampoco un nuevo
tipo de sacerdotes, o de laicos. Si habrán de realizar grandes cosas, no será
por medio de disertaciones sobre la osadía y las empresas atrevidas. Si habrán
de traer al mundo algo que sea verdaderamente nuevo, si lograrán de abrir ante
sus ojos perspectivas inéditas, no será por medio de generalidades verbales
sobre la necesidad de crear y de inventar. No se imaginarán de ningún modo que
están cediendo a una necesidad infantil de seguridad al apegarse a la tradición
de la Iglesia:
esta
tradición no será para ellos un peso, sino una fuerza. Quizás haya
entre ellos algunos reformadores; quizás algunos tengan que mostrarse severos: pero
no serán unos reformistas y sus muestras de severidad no serán
negativas y su obra de reforma no se construirá a base de resentimientos. No
cederán jamás ante la facilidad engañosa y esterilizante de la oposición,
que se empeñarán en presentar algunos hombres sin experiencia y sin
conocimiento de la historia, entre el amor de Dios y el amor al prójimo,
entre la oración y la acción, entre la vida interior y la presencia en el
mundo. No confundirán nunca la apertura de la vida con la disolución o
la disgregación de la muerte, ni la idolatría del hombre con la caridad
fraterna. No pretenderán ir más allá del evangelio...”
Hablo
del futuro. Pero lo que acabo de decir, es precisamente la parte de historia
que vuelve a comenzar todos los días. La parte del hombre viejo, que no cambia
nunca. En su doble novedad, el santo que estamos esperando será también,
pero en un sentido totalmente diferente, un santo de siempre.
Manifestación doblemente nueva de ese único hombre nuevo que, por no ser del tiempo,
no repite nunca el pasado, sino que pertenece a todos los tiempos ya que es el
reflejo de lo eterno, a través de las singularidades del tiempo[2].
Este
hombre nuevo, este santo, por muy diferente que sea de sus numerosos
predecesores, reproducirá sin embargo sus rasgos esenciales, que son los únicos
con los que podemos contar con toda seguridad. Por esto también será pobre,
humilde, desposeído. Tendrá el espíritu de las bienaventuranzas. No maldecirá
ni adulará a nadie. Amará. Tomará el evangelio al pie de la letra, o sea con
todo su rigor. Una dura ascesis logrará liberarlo de sí mismo. Heredará en su
corazón toda la fe de Israel, pero recordando que esta fe ha pasado por Jesús.
Tomará sobre sus hombros la cruz de su salvador y se esforzará en seguirle. A
su manera, que habrá de ser siempre imprevisible, nos volverá a decir
lo que ya les decía a los hombres de su tiempo san Clemente de Alejandría: “Una
luz ha brillado en nuestro cielo, más pura que la luz del sol y más tierna que
la vida de aquí abajo”, y hará que pueda penetrar un rayo de esta luz
en las tinieblas de nuestra noche”.
Serán
santos nuevos, con un modo nuevo, pero en ellos se transparentará el rostro de
Dios. El santo hará que florezca lo mejor, despertará a los hombres llevándolos
a Dios. “Que pase entonces un santo..., y el milagro volverá a florecer. Una
confidencia de J. Monchanin: “En estos tiempos, algunos me han dicho que habían
sentido a Dios a través de mí...” Esto es lo que pasaba ayer, y lo que pasará
mañana[3]. De repente, hay un velo que
se desgarra. Un pan de eternidad que se manifiesta. Una noche que se hace
luminosa. Muchas críticas intimidantes que se revelan completamente ridículas.
Se trata de una plenitud tan grande, que todo cede ante ello. Todas las
negaciones se borran delante de la presencia indiscutible. El hombre empieza a
respirar de nuevo. Se da cuenta, de repente, antes de cualquier análisis-, de
la mediocridad religiosa que le hacía accesible a las quimeras de la crítica y
que le daba su alimento. El paso de un santo es una llamada a la
conversión.
Podemos
esperar que el gran santo deseado, ese santo “del que tiene tanta necesidad
nuestra época”, sea un hombre que camine hacia delante “por un camino libre y
fresco, empujado por la plenitud de la savia religiosa de su tiempo”, que logre
sanear para el servicio de Dios, unificándolas y purificándolas en sí mismo,
tantas aspiraciones que brotan y tantas energías que se desperdician en muchos
de nuestros contemporáneos; que se convierta de este modo para toda una generación
en un suscitador y en un entrenador, vivo símbolo para todos de una renovación
cristiana a la que todos están invitados. Tenemos derecho a esperarlo, y ¿quién
de nosotros no lo desearía? Pero ¿soñamos a veces en un santo que transformaría
de golpe todas nuestras estructuras sociales?, ¿en un santo que instituiría
milagrosamente una sociedad fraterna, o que pondría por lo menos sus primeros
fundamentos?, ¿en un santo que habría de ser proclamado como tal por la opinión
pública, sin deformaciones groseras?, ¿en un santo que, rompiendo el nudo de
nuestras contradicciones, nos aligerase de nuestra carga de hombres?, ¿o nos
hemos imaginado quizás alguna vez una especie de santidad nueva, que no
germinase en el mismo suelo del sacrificio y que no participase del mismo
destino de aquel a quien todos los santos han querido hasta ahora tener como
maestro?, ¿un santo que no fuese signo de contradicción? Si así es, volvamos a
leer el evangelio, expulsemos todos nuestros sueños y nuestros pronósticos,
tomemos modestamente sobre nuestros hombres nuestra tarea de hombres, y
pongamos nuestra confianza en Dios: la raza de los santos no corre el peligro de
extinguirse”.
[1] “La mayor parte de la
gente no comprende al santo; ni san Pablo ni san Juan les parecerían más que
hombres ordinarios. Sin embargo...”. J. NEWMAN, Parochial and Plain Sermons,
3,252 (citado por L. COGNET, Newman ou la recherche de la verité, 237.
[2] Cf. R. Schutz, Unanimité
dans le pluralisme. Presses de Taizé, 1966: “Lo que nos urge, como cristianos,
es comunicar a Cristo a los hombres. Lo que nos importa en el fondo es el
hombre, su promoción en Dios, su promoción espiritual al mismo tiempo que su
promoción humana... Pero si, a causa de nuestra apertura generosa a los
hombres, fuesen a desaparecer de nuestra vocación común los signos de lo
intemporal, solamente habríamos adquirido una capacidad particular de
participación en el mundo contemporáneo... Estaríamos incapacitados para hacer
descubrir al hombre el acontecimiento de Dios, la trascendencia, la irrupción
vertical de Dios... Una vida contemplativa no integrada resulta ininteligible
al hombre contemporáneo. Pero no es reconocido tampoco el cristiano que se ha
dejado absorber enteramente por su ambiente humano”.
[3] Cf. P. TEILHARD DE
CHARDIN: “...darle a Dios –en eso consiste la santidad- un valor auténtico d
realidad”.
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