“Puer natus est nobis”: “Un niño nos ha nacido” (Is 9,5). “Hoy
nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” se cantó en el salmo
responsorial de la Misa
de medianoche. Aquí llega y se ofrece a la Iglesia el Misterio fascinante y estremecedor de la Navidad, para su
celebración, su contemplación, su gozo, su deleite. Bajo la forma oculta y
velada, bajo el signo de un Niño recién nacido y envuelto en pañales, se oculta
la Belleza de
Dios, el mismo Dios.
La
Belleza elige la vía de la sencillez en las formas para darse
a los hombres, mostrando así su esplendor. La divinidad entra en la historia de
los hombres haciéndose hombre, Jesucristo, igual en todo a nosotros, excepto en
el pecado que desdice y desfigura la Hermosura divina. En Belén, pequeña aldea, en un
pesebre, se produce la manifestación de la Bondad y Belleza divinas, de la condescendencia
misericordiosa de nuestro Dios, “visitándonos
el Sol que nace de lo alto” (Lc 1,78).
“La Palabra se hizo carne y
acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Dios entra en la humanidad desde lo
humano mismo; la Palabra
creadora y eficaz de Dios toma carne, asume la humanidad, se producen los
esponsales de la humanidad y la divinidad, ya indisolubles para siempre, y así
Dios sale al encuentro del hombre para abrazarlo con ternura, envolverlo con su
misericordia, curar sus heridas, hacerle partícipe de su divinidad.
Sí. ¡Dios
sale al hombre del hombre! ¡Paradojas divinas!: el Eterno entra en el tiempo,
el Inmutable se hace pasible, el Infinito se torna mortal, el Inabarcable toma
carne, por obra del Espíritu, en el seno virginal de Santa María, Dios se hace
hombre para que el hombre se haga Dios. “¡Admirable intercambio!” cantará una y
otra vez la liturgia navideña, y así, “conociendo a Dios visiblemente, Él nos
lleve al amor de lo invisible” (cf. Prefacio de
Navidad I).
Resulta, pues, la Encarnación el inicio del Misterio Pascual del
Señor, el eje de comprensión del misterio cristiano: no es el resultado de una
conquista del Absoluto por el hombre y de una consumación natural de la
historia del mundo, sino del amor condescendiente y humillado de Dios; el amor
de Dios precede, suscita y funda la gloria del hombre. “La Gloria de Dios es la vida
del hombre, y la vida del hombre es la visión de Dios” (S. Ireneo). Se ha
llegado a la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4,4) por el Hijo encarnado; la
humanidad queda redimida y elevada, según el designio salvador de Dios: “Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo, para ser santos e irreprochables ante Él por el amor”
(Ef 1,4).
Desde la eternidad, Dios pensó en el hombre, en cada hombre, para que
participase de su vida divina de comunión y amor: la creación posibilita este
plan amoroso de Dios. No viene esta sobrenatural elevación a añadirse a nuestra
naturaleza caduca, humana y mortal, sino más bien, Dios crea pensando
previamente en llamar a todo hombre a su vida de amor. Todo este misterio,
tremendo y profundo, se realiza por la Encarnación del Verbo.
La humanidad encuentra su
plenitud en Cristo; el hombre encuentra en Cristo a su Señor y Salvador; los
interrogantes más profundos de la existencia humana encuentran en Jesucristo
respuesta, luz, sentido, revelación; de ahí que la Iglesia valore y potencie
lo verdaderamente humano llamado a ser divinizado; ame al hombre; sea la misma
Iglesia, “experta en humanidad”, y hoy, siguiendo el magisterio de Juan Pablo
II, descubra en el hombre el “camino de la Iglesia” (Redemptor
Hominis 14) y promueva una nueva evangelización (cf.
Redemptoris Missio 2.3.20.33. etc.), ya que ésta “constituye el primer servicio
que la Iglesia
puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual, el cual
está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las
realidades últimas y de la misma existencia” (RMs 2).
“Y vio Dios todo lo
que había hecho y era muy bello (kalós)”. La belleza de la Encarnación, Cristo
Jesús, Palabra eterna y definitiva hecha carne; modelo perfecto, humanidad
plena y glorificada por la
Pascua: el misterio que es Cristo se ofrece a todo hombre:
“El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado...
En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido
en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María,
se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros,
excepto en el pecado” (GS 22).
El misterio de la Natividad del Señor es
comunicado hoy a la Iglesia
y celebrado en la liturgia navideña, acción de Cristo y de su Iglesia,
salpicado de diversas fiestas: Natividad, Sagrada Familia, Santa María Madre de
Dios, Epifanía y Bautismo del Señor. Esta liturgia navideña comienza a
celebrarse el 25 de Diciembre ya en el siglo IV según testimonio de los Padres,
con una profundidad y grave solemnidad que se puede degustar, por ejemplo, en
los sermones de San León Magno, con una clara significatividad pascual. Se
cantarán una y otra vez el grupo de salmos que toda la historia de la liturgia
ha privilegiado para el ciclo navideño: 2, 18, 44, 88, 92, 97, 109, 129, y
constantemente la Iglesia
mirará a Santa María en su maternidad divina celebrando su fiesta el 1 de
Enero, al concluir la Octava
de Navidad, la fiesta más antigua -en rito romano- de la Stma. Virgen.
Y se
cantará, vibrando el corazón, el antiquísimo himno “Gloria a Dios en el cielo”,
que se compuso para ser cantado, durante siglos, sólo en el ciclo de Navidad.
Así enriquecida la liturgia, la
Iglesia, adorante, celebra la Natividad del Señor.
¡¡Dios sale al encuentro del hombre!! ¡Cristo es el Redentor del hombre, su
único Salvador! “Puer natus est nobis”. “¡Qué admirable intercambio! El Creador
del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre
sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad” (Ant. 1ª Vísp., Sta. María).
“Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y
semejanza, y de un modo más admirable todavía restableciste su dignidad por
Jesucristo, concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado
compartir con el hombre la condición humana” (Or. Colecta, 25 Diciembre).
Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños. La Navidad es algo más profundo, porque supone la entrada de Dios en nuestra historia. En este sentido, la Navidad no es solo recuerdo, sino también una presencia, ya que Jesucristo ha entrado en nuestra historia y se ha quedado para siempre con nosotros. La Congregación para el Culto Divino dice que lo propio de este tiempo es la manifestación de la identidad y de la misión del Señor, que se revela en los diversos acontecimientos que se conmemoran en esos días: «En el tiempo de Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la manifestación del Señor: su humilde nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel que acoge al Salvador; la manifestación a los Magos, “venidos de Oriente”, primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al Cristo Mesías; la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por el Padre “Hijo predilecto”.
ResponderEliminarCristo, Hijo de Dios vivo, ten piedad de nosotros (del Responsorio breve de Laudes).