El silencio es beneficioso para
la persona, le permite serenarse, orar, reflexionar, encontrarse consigo mismo.
Este silencio es una cualidad deseable para el domingo cristiano: “El domingo
es un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación, que
favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana” (CAT 2186).
Tan
necesario es el silencio, que hay que cultivarlo, mimarlo para que no se rompa,
crearlo aunque sea con dificultad:
“Debemos tutelar, cada uno de por
sí, los momentos, las zonas de silencio exterior y sobre todo interior;
silencio para reanimar el diálogo con nosotros mismos, es decir, con nuestra
conciencia. Y será éste un acto, aunque sea momentáneo, de personal liberación,
en el cual otras voces, junto al silencio, se hacen sentir, entre las cuales no
faltará quizás la voz misma del Maestro interior, la del Espíritu operante en
lo secreto del alma, y probaremos quizás el impulso de proferir dentro de nosotros
una voz nuestra, original y encantadora: la oración del corazón” (Pablo VI,
Regina Coeli, 30-mayo-1976).
El
silencio no está vacío; no es mera ausencia de ruidos, sino la sintonía para
entrar en lo interior, el camino a la interioridad del alma:
“Para captar algo del problema
religioso tenemos necesidad de silencio, de silencio interior, que tal vez
reclama también un poco de silencio exterior. Silencio: queremos decir
suspensión de todo rumor, de toda impresión sensible, de toda voz, que el
ambiente impone a nuestros oídos, y que nos hace extrovertidos y sordos, al
mismo tiempo que nos llena de ecos, de imágenes, de estímulos que, quiérase o
no, paralizan nuestra libertad de pensar, de orar. Silencio no quiere decir
aquí sueño; en nuestro caso quiere decir un diálogo con nosotros mismos, una
reflexión tranquila, un acto de conciencia, un momento de soledad personal, un
tentativo de recuperación de sí mismo. Diremos más: el silencio como capacidad
de escucha. Escucha ¿de qué?, ¿de quién? Lo ignoramos; pero sabemos que la
escucha espiritual deja percibir, si Dios así lo quiere, su voz, esa voz que
inmediatamente se distingue, por su dulzura y su vigor, como palabra suya, de
Dios; es a Dios el que entonces, casi por un impulso instintivo, empezamos a
llamar desde dentro, con avidez de conocer y de entender, con angustia y con
confianza, con insólita conmoción y con desbordante bondad: el Dios-Verbo,
maestro interior” (Pablo VI, Aud. General, 5-diciembre-1973).
Siempre
será mejor el silencio interior que la extroversión locuaz y vacía:
“Es necesario el silencio interior
para escuchar la palabra de Dios, para experimentar la presencia, para sentir
la vocación de Dios. Nuestra psicología hoy es demasiado extrovertida; la
escena exterior es tan absorbente que nuestra atención está prevalentemente
fuera de nosotros; estamos casi siempre fuera de nuestra casa personal; no
sabemos meditar; no sabemos rezar; no sabemos hacer callar el estruendo
interior de los intereses exteriores, de las imágenes, de las pasiones… La
conclusión es lógica: es necesario dar a la vida interior su puesto en el
programa de nuestra agitada existencia; un puesto primario, un puesto
silencioso, un puesto real; debemos encontrarnos a nosotros mismos para estar
en condiciones de tener en nosotros al Espíritu vivificante y santificador; si
no, ¿cómo escuchar su “testimonio”? (cf. Jn 15,26; Rm 8,7)” (Pablo VI, Aud.
General, 17-mayo-1972).
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