1. Breve y concisa, la palabra
“Amén” ha pasado a la liturgia cristiana en su lengua original hebrea, como
también ocurrió –ya lo vimos- con Aleluya y Hosanna. Traducirla es
empobrecerla, o por cuenta propia decir: “Así es” o “Así sea”, pierde la
sonoridad y fuerza que posee el original “Amén”.
Amplia
es la valencia de este “Amén” hebreo. Para nosotros debe ser sumamente
apreciado al considerar que nuestro Señor Jesucristo es llamado “Amén” o el
“Amén de Dios” en los escritos del NT. El Señor dice: “Habla el testigo
fidedigno y veraz, el Amén” (Ap 3,14); Jesucristo es el Amén, el “Testigo fiel”
(Ap 1,5), porque en Él todo fue un Sí a Dios, y “por él podemos decir ‘Amén’
para gloria de Dios” (2Co 1,20). El “Amén” es fidelidad, es Verdad, es decir
“Sí”. Esto alude a su raíz hebrea, emparentada con la palabra tanto “verdad” y
“certeza” como “fidelidad”: emet.
Su
uso es muy frecuente en todas las Escrituras. Sirve, por ejemplo, para firmar o
sellar una alianza o un juramento: ‘“¡Así sacuda Dios, fuera de su casa y de su
hacienda, a todo aquel que no mantenga esta palabra: así sea sacudido y
despojado!’ Toda la asamblea respondió: ‘¡Amén!’ y alabó al Señor. Y el pueblo
cumplió esta palabra” (Ne 5,13). En otras muchas ocasiones, adquiere un matiz
de deseo, ¡ojalá!, por ejemplo: “¡Amén!, así lo haga el Señor” (Jr 28,6). No
falta el sentido de adoración y alabanza y acción de gracias: “Bendito sea el
Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Todo el pueblo respondió:
¡Amén! ¡Aleluya!” (1Cro 16,36), como también así se cierran los libros del
Salterio: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas;
bendito por siempre su nombre glorioso, que su gloria llena la tierra. ¡Amén,
amén!” (Sal 71), o la adoración, con postración incluida, tras la lectura de la Ley por parte de Esdras:
“Esdras bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo, levantando las manos,
respondió: Amén, amén. Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en
tierra” (Ne 8,6). En el cielo, según escribe el vidente del Apocalipsis, “Amén”
y “Aleluya” unidos expresan la adoración y continua alabanza a Dios y al
Cordero: “se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios
diciendo: Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y
el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los
siglos. Amén” (Ap 7,9-12). Nos mostrará el Apocalipsis a los veinticuatro
Ancianos y a los cuatro seres vivientes que se postran y adoran a Dios, sentado
en el trono, diciendo: “Amén. Aleluya” (Ap 19,4).
Y
con el sentido de verdad y afirmación, el “Amén” lo emplea Cristo muchísimas
veces en su predicación: “Amen, amen dico vobis”, “en verdad, en verdad os
digo…”, identificando así su palabra con su persona –Cristo, el Amén de Dios- y
siendo testigo de la verdad. Comenta san Agustín este “amén”: “Palabra que
significa verdad y certeza, pero que no se traduce ni en griego ni en latín,
sino que se deja velada en su misterio hebreo” (In Ioh. ev., tr. 41,3).
2.
La liturgia, desde el principio, asumió el uso del “Amén” como respuesta a las
oraciones y plegarias, con el múltiple valor de significado que tiene. Pensemos
que cada oración es sellada con el “Amén” de los fieles: “por los siglos de los
siglos”, “por Jesucristo, nuestro Señor”, “a la vida eterna”, etc., son las
conclusiones que provocan el “Amén” de todos. Así lo hace el rito romano.
El
venerable rito hispano-mozárabe, tan nuestro, pero tan influido por el estilo
de las liturgias orientales, multiplicó la participación de los fieles con la
respuesta “Amén” que pronuncian unas treinta veces a lo largo de la celebración
eucarística, unas veces con sentido de adoración y alabanza, otras de
afirmación y confesión de fe.
Por
ejemplo, cada lectura en la liturgia de la Palabra no concluye con una aclamación al estilo
de “Palabra de Dios – Te alabamos, Señor”, sino respondiendo todos al final de
la lectura: “Amén”. Las palabras de la consagración sobre el pan y sobre el
cáliz, ambas, son oídas por los fieles que aclaman a su término: “Amén”,
adorando. O la peculiar forma del Padrenuestro, que sólo lo recita el sacerdote
en voz alta y los fieles responden “Amén” a cada una de las siete peticiones
del Padrenuestro.
3.
Destaquemos, en primer lugar, el “Amén” más antiguo y más solemne, el más
importante, de toda la celebración eucarística: el que sella y ratifica toda la
plegaria eucarística. Es un “Amén” rebosante de gozo con el que se concluye la
gran Oración eucarística pronunciada por el sacerdote.
No
faltan datos en la Tradición
sobre este importante “Amén” de los de los fieles. San Justino, narrando al
emperador la verdad de los ritos cristianos en sus Apologías, allá por el siglo
II, escribe: “Seguidamente se presenta al que preside entre los hermanos pan y
una copa de agua y de vino mezclado con agua. Cuando lo ha recibido, alaba y
glorifica al Padre de todas las cosas por el nombre del Hijo y del Espíritu
Santo, y da gracias largamente, porque por Él hemos sido hechos dignos de estas
cosas. Habiendo terminado él las oraciones y la acción de gracias, todo el
pueblo presente aclama diciendo: Amén. Amén significa en hebreo, así sea” (I
Apol. c. 65).
Más
adelante, san Justino vuelve a explicar: “y, como antes dijimos, cuando hemos
terminado de orar, se presenta pan y vino y agua y el que preside eleva, según
el poder que hay en él, oraciones, e igualmente acciones de gracias, y el
pueblo aclama diciendo el Amén. Y se da y se hace participante a cada uno de
las cosas eucaristizadas” (I Apol. c. 67).
Las
Constituciones Apostólicas, en el siglo IV, tienen asumido el uso del “Amén” y
es el gran sello y broche de oro de la plegaria eucarística: “Habiéndonos conservado
a todos nosotros inmutables, íntegros, irreprochables en la piedad, nos juntes a
todos en el reino de tu Cristo, Dios de toda naturaleza sensitiva e
intelectual, Rey nuestro; puesto que para ti es toda la gloria, veneración y
acción de gracias, honor y adoración, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y
siempre y por los infinitos y eternos siglos de los siglos. Y todo el pueblo
diga: ‘Amén’” (Cons. Ap., VIII, 12, 48). Explicando cómo comienza el rito de
comunión, las Constituciones mencionan de nuevo este “Amén” de la plegaria
eucarística: “Y después de decir todos: ‘Amén’, el diácono diga: ‘Prestemos
atención’. Y el obispo hable así al pueblo: ‘Las cosas santas para los santos’”
(VIII, 13, 11).
¡Cómo
resonaba este “Amén” en boca de los fieles! ¡Qué fuerza tenía y con qué
entusiasmo lo decían al final de la plegaria eucarística! Sirve el testimonio
de san Jerónimo, recordando las basílicas romanas: “¿Dónde resuena de igual
manera el “amén” a semejanza de un trueno celeste y se abaten los vacíos
templos de los ídolos?” (In ep. Gal, lib. II; BAC 693,113).
Con
el “Amén”, dirá san Agustín, los fieles rubrican, firman, sellan, la plegaria
eucarística: “lo suscribís cuando respondéis Amén”, “decir ‘Amén’ es suscribir”
(Serm. 229,3).
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