Argumentando san Cipriano sobre la Unidad de la Iglesia, en esa obrita que debe fraguar nuestro pensamiento, comienza con la categoría de la Iglesia como "cuerpo".
Cipriano es un Padre que ama a la Iglesia profundamente y
que lo deja bien reflejado en su ministerio y en sus escritos. La Iglesia para Cipriano es
fundamental, porque constituye el único camino de salvación válido; afirma:
"Salus extra ecclesiam non est" (Epist. 73,21) y "si pudo
salvarse alguien fuera del arca de Noé, también se salvará quien estuviera
fuera de la Iglesia"
(De Unit. Eccl. 6).
Todo cristiano debe estar unido a ella porque
"christianus non est qui in Christi ecclesia non est" (Epist. 55,24);
hasta tal punto es radical Cipriano en esta idea que dice : "No puede ya
tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre" ["Habere non potest
Deum patrem qui Ecclesiam non habet matrem"] (De Unit. Eccl. 6).
S.
Cipriano ve siempre a la Iglesia como un madre que
engendra hijos para la vida nueva y eterna. "Y es esta Iglesia la que en
el Cantar de los Cantares el Espíritu Santo descubre en la persona del Señor,
cuando dice: 'una sola es mi paloma, mi perfecta, la única que tiene su madre,
la elegida de la que la engendró'" (De Unit. Eccl. 4). Y describe así a la Iglesia: "Y, sin
embargo, una sola es la cabeza, uno solo el origen, y una sola la madre, rica
por los frutos de su fecundidad. De su seno nacemos, con su leche nos
alimentamos, y por su espíritu somos vivificados" (De Unit. Eccl. 5).
La Iglesia es una madre
fecunda y ha tenido más hijos de entre las naciones que cuantos antes había
tenido la sinagoga, (Test. I, XX), basándose en los textos de Is 24,1-4; Ap 1;
Ex 25, etc...
La Iglesia es también un
cuerpo, partiendo de 1Cor 12, regido por la concordia y por el amor, siendo los
garantes de esta unidad los obispos: "la Iglesia que es católica y
una, no está rota ni dividida, sino unida con el cemento de sus obispos, que se
mantienen firmemente unidos el uno al otro" (Epist. 66,8); "esta
unidad debemos mantenerla firmemente y defenderla sobre todos los obispos... El
episcopado es uno solo, del cual cada uno participa solidariamente con los
demás" (De Unit. Eccl. 5). Un cuerpo en el que todos los bautizados están
insertados: "hay un solo cuerpo al cual está unido y aunado nuestro
número" (Epist. 63,13).
Cipriano
desarrolla así el texto de Ef 4, 3-6 (:" un solo Señor, una sola
fe..."): "hay un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de
Cristo, una sola fe y un solo pueblo, conjuntado con la solida unidad de un
cuerpo mediante el vínculo de la concordia. No puede romperse esta unidad, ni
puede ser dividido o despedazado un único cuerpo, desmembrando la estructura o
siendo arrancadas sus vísceras con la laceración. Quien se separa del tronco
vital no podrá vivir y respirar por su cuenta, porque le falta el soporte de la
vida" (De Unit. Eccl 17).
Firmemente enraizados en la Iglesia, Cipriano alienta
a vivir en la unidad y la concordia. Si la Iglesia es "un pueblo reunido en virtud de
la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (De Orat. Dom. 23),
la unidad debe vivirse y quedarse a imagen de la Trinidad:
"Dice el Señor: 'Yo y el Padre somos uno'. Y está escrito además del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: los tres son uno. Y ¿cree alguien que esta unidad, que proviene de la firmeza de Dios y que está vinculada a los misterios celestes, puede romperse en la Iglesia y escindirse por conflicto de voluntades opuestas? Quien no mantiene esta unidad, tampoco mantiene la ley de Dios, ni la fe en el Padre y el Hijo, ni la vida ni la salvación" (De Unit. Eccl. 6).
"Bienaventurados
los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9). Son
éstos los que buscan la unidad y la concordia en la Iglesia:
"si somos... herederos de Cristo, permanezcamos en la paz de Cristo, y si somos hijos de Dios, seamos pacíficos: 'bienaventurados -dice- los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos Dios'. Es necesario que los hijos de Dios sean pacíficos, mansos de corazón, sencillos de el hablar, concordes en el sentir, unidos fielmente entre sí por los lazos de la unanimidad" (De Unit. Eccl. 24).
En
virtud de esta unidad y concordia se puede orar el Padrenuestro: "ante
todo el maestro de la paz y de la unidad no quiso que la oración se hiciera
individual y privadamente, de modo que cuando uno ore, ore solamente por sí. No
decimos: 'Padre mío que estás en los cielos', ni: 'dame hoy mi pan'" (De
Orat. Dom. 8), y es así porque "cuando oramos, no pedimos por uno solo,
sino por todo el pueblo, parecía todo el pueblo somos uno" (Ibíd.).
Esta
unidad eclesial para Cipriano es vital y en su tiempo se vio amenazada por
pequeños cismas y herejías. Para Cipriano éstas son pruebas para la unidad de la Iglesia: "el Señor
permite y soporta que sucedan estas cosas, respetando la libertad de cada cual,
para que brille con luz clara la fe íntegra de los que han sido probados al
examinar nuestras mentiras y nuestros corazones con el criterio de la
verdad" (De Unit. Eccl. 10); "[el enemigo] inventó las herejías y los
cismas para tergiversar la fe, corromper la verdad y romper la unidad" (De
Unit. Eccl. 3).
Estos cismáticos y herejes, al debilitar y romper la unidad de la Iglesia no pueden
permanecer en comunión con Dios: "no pueden permanecer en comunión con
Dios lo que no quisieron permanecer unánimes en la Iglesia de Dios... tampoco
puede considerarse cristiano el que no permanece en la verdad de la fe y del
Evangelio de Cristo" (De Unit. Eccl. 14). El pecado de la discordia es uno
de los pecados más graves para este Padre: "inexpiable y grave es el
pecado de la discordia, hasta tal punto de que ni con el martirio se perdona.
No puede ser mártir quien no está en la Iglesia" (De Unit. Eccl. 14).
La
consecuencia de la división para Cipriano está clara: "entre nosotros, sin
embargo, se ha debilitado esta unanimidad, de tal modo que ha decaído también
la generosidad de nuestras obras" (De Unit. Eccl. 26), mientras que por el
contrario, las consecuencias: "si guardamos estos mandatos, si mantenemos
estos consejos y preceptos, no podremos, como los que duermen ser sorprendidos
por los engaños del diablo, sino que, como siervos vigilantes, reinaremos con
Cristo que reina" (De Unit. Eccl. 27).
De esta forma concibe
Cipriano la unidad de la
Iglesia, y, como veremos más adelante, es defendida por los
obispos, en comunión, aunque difícil por la experiencia de nuestro autor, con la Iglesia de Roma.
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