Ya
san Pablo expresa la novedad radical del ser cristiano con un cambio de
vestiduras: “Revestíos del Señor Jesucristo” (Rm 13,13), “os habéis revestido
de Cristo” (Gal 3,27). El cambio de vestidos en la liturgia expresa el cambio
en lo interior del ser obrado por la gracia en el sacramento, o el nuevo modo
de vivir en la Iglesia en el caso de la profesión religiosa.
Vestidos
bautismales
La
Tradición, desde el principio, despojaba a los catecúmenos de sus vestidos, los
bautizaba desnudos, y después les entregaba las vestiduras blancas, símbolo de
su nueva condición:
“Bautizad
después a los hombres y finalmente a las mujeres, que habrán dejado sueltos sus
cabellos y habrán dejado a un lado las joyas de oro y plata que llevaban, pues
nadie llevará consigo un objeto extraño al introducirse en el agua… De este
modo [el sacerdote] lo entregará desnudo al obispo o al presbítero que, a fin
de bautizarlo, está en pie junto al agua” (Hipólito, Traditio, c. 21).
Era
una cuestión práctica: el bautismo era realmente un baño y por tanto había que
desnudarse para entrar en la fuente bautismal.
Pero
rápidamente –y siguiendo las claves paulinas del revestirse de Cristo- se le
dio un significado más profundo: desnudarse era despojarse del hombre viejo y
de sus concupiscencias, volver a la inocencia de Adán desnudo y después recibir
la túnica blanca de la santidad y de la gracia. Así lo explicaba, por ejemplo,
la catequesis mistagógica de san Cirilo de Jerusalén:
“Inmediatamente después de que entrasteis, os despojasteis
de la túnica: ésta era imagen del hombre viejo del que os habíais despojado con
sus obras. Al despojaros, os quedasteis desnudos, imitando también en esto a
Cristo desnudo en la cruz, el cual, con esta desnudez, “una vez despojados los
Principados y las Potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su
cortejo triunfal” (Col 2,15). Y puesto que habitaban en vuestros miembros las
potestades adversas, ya no es lícito seguir llevando aquella vieja túnica: y no
me refiero a la que se percibe con los sentidos, sino al “hombre viejo que se
corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias” (Ef 4,22). Y que nunca
suceda que el alma se revista de nuevo de la vestimenta de que una vez se
despojó, sino que diga como aquella esposa de Cristo de la que se habla en el
Cantar de los Cantares: “Me he quitado mi túnica, ¿cómo ponérmela de nuevo?”
(Cant 5,3). ¡Oh realidad admirable! Desnudos estuvisteis ante los ojos de
todos, pero no sentíais vergüenza. Llevabais realmente la imagen del primer
padre Adán, que estaba desnudo en el paraíso y no se avergonzaba” (S. Cirilo de
Jerusalén, Cat. Mist., II,2).
También
Teodoro de Mopsuestia explica el cambio de vestidos, dejando los antiguos antes
de entrar en la fuente bautismal:
“Accedes, pues, al santo bautismo y, en primer lugar, te
despojas de toda tu vestimenta”. En los comienzos, Adán estaba desnudo, pero no
se avergonzaba en nada de sí mismo, aunque, después de haber transgredido el
mandamiento y haberse hecho mortal, tuvo necesidad de un vestido ajeno. Tú vas
a presentarte al don del santo bautismo para nacer por él de nuevo y hacerte
inmortal como en figura. Entonces es preciso, en primer lugar, quitarte el
vestido, signo de la mortalidad y prueba convincente de la sentencia que rebajó
al hombre a tener necesidad de cubrirse” (Teodoro de Mopsuestia, Hom. XIV, n.
8).
Recibido
el Bautismo y la Crismación, los neófitos recibían otro traje, la vestidura
blanca, inmaculada, signo elocuente de lo que en sus almas había ocurrido. Con
ella celebrarán los misterios y asistirán a la liturgia hasta el Domingo de la
Octava de Pascua, domingo in albis, en que las dejarán, volviendo a los
vestidos cotidianos.
También
la vestidura blanca fue objeto de la mistagogia de los Padres por su simbolismo
tan expresivo:
“Recibiste después de esto unas vestiduras blancas como
señal de que te habías desprendido de la envoltura de los pecados y de que te
habías revestido de lo castos velos de la inocencia, de los que el profeta
dijo: “Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame y quedaré más blanco que
la nieve”. Quien se bautiza, en efecto, tanto según la Ley como según el
Evangelio parece estar limpio. Según la Ley, porque con un manojo de hisopo es
como Moisés asperjaba la sangre del cordero. Según el Evangelio, porque los
vestidos de Cristo eran blancos como la nieve cuando en el evangelio se
mostraba la gloria de su resurrección… La Iglesia, teniendo estas vestiduras
que ha tomado en el lavatorio de la regeneración, dice en el Cantar de los
Cantares: “Negra soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén” (Cant 1,5). Negra por
la fragilidad de la condición humana, hermosa por el sacramento de la fe…” (S.
Ambrosio, De Myst., 7, 34-35).
Y
también Teodoro de Mopsuestia ofrece su mistagogia del cambio de vestidos por
la vestidura blanca:
“Pero desde que has salido, te revistes de un vestido
completamente brillante”: es el signo de este mundo brillante y
resplandeciente, del género de vida y de conducta a los que has pasado por
medio de las figuras. Cuando, en efecto, recibas la resurrección y te revistas
de inmortalidad y de incorruptibilidad, ya no habrá ninguna necesidad de tales
vestiduras. Pero, puesto que tú no has llegado hasta ahí y lo que has recibido
es sólo en símbolos y en figura, tienes ahora necesidad de tales vestidos.
Estos manifiestan la suavidad que ahora se te manifiesta por tales vestiduras y
en la que, cuando llegue el momento, habitarás efectivamente” (Teodoro de
Mopsuestia, Hom. XIV, n. 26).
Hoy,
en el bautismo de adultos, normalmente por infusión, no hay desnudez alguna;
pero sí que tras el bautismo se les entrega una vestidura blanca que debería
ser auténtica vestidura, una túnica, un alba, y no meramente un paño blanco. Se
trata de expresar una vestidura nueva entera y no un simple adorno (un pañuelo
o una mantilla blanca como ocurre a veces).
Lo
mismo en el bautismo de párvulos… que ya vienen vestidos de blanco al bautismo,
y que difícilmente se puede realizar el rito en su verdad. Pero también los
niños reciben su vestidura blanca, signo de su transformación en Cristo.
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