Aunque la liturgia parece sólo un
entramado de ritos y palabras, de acciones sacramentales y plegarias, de
lecturas y cantos, a todos estos elementos esenciales hay que sumarles el
silencio. En distintas formas, y con distintos sentidos según el momento, pero
el silencio es elemento necesario del culto cristiano, la nota que permite la
interioridad y la hondura, la asimilación personal y la amorosa contemplación
durante la misma liturgia.
Parece
que hay –ojalá sea así- un interés real en cuidar el silencio sagrado. “La Iglesia del Vaticano II,
que ha redescubierto en la celebración litúrgica la importancia de la Sagrada Escritura
(SC 24) y ha reafirmado su fe en Cristo “presente en su palabra” (SC 7), también
ha prestado una atención renovada al silencio como momento de la acción
litúrgica (volviendo a tomar así los valores de una venerable tradición
inspirada en la Biblia),
en el ámbito de una situación socio-religiosa donde el silencio a menudo se
siente como una necesidad vital”[1].
Una
liturgia sin silencio es un caos precipitado que, difícilmente, ayuda a vivir
el culto litúrgico como un culto lógico-espiritual, razonable.
El
silencio no es, sin más, una pausa, un descanso en la liturgia, sino la forma
de orar personalmente –sea meditando, gustando o contemplando, sea suplicando-.
Es un silencio lleno de contenido y, por tanto, necesario para una liturgia que
es, ante todo, vida espiritual y escuela de espiritualidad.
Que
la liturgia es también silencio, ¡también!, lo explicaba Ratzinger en su obra
“El espíritu de la liturgia”:
“Cada vez comprendemos con más
claridad que el silencio pertenece también a la liturgia. Respondemos al Dios
que nos habla cantando y orando, pero este gran misterio, que supera toda
palabra, nos llama también al silencio. Ciertamente debe ser un silencio lleno,
algo más que la ausencia de discurso y acción. De la liturgia esperamos
precisamente esto, que nos conceda el silencio positivo, en el que nos
encontramos con nosotros mismos; ese silencio que no sea simple pausa, en la
que nos asaltan miles de pensamientos y deseos, sino recogimiento, que nos dé
paz interior, que nos permita respirar, que libro lo sustancial que estaba
oculto. Por eso no se puede “hacer” silencio sin más, es decir, ordenarlo como
una acción entre las demás. No es causal que haya hoy día por todas partes
tanto interés en los ejercicios de introspección y en la espiritualidad del
vaciamiento: sale así a la luz una necesidad interior del hombre a la que
evidentemente, en la forma actual de la liturgia, no se da la justa
importancia”[2].
Es
necesario entender claramente que el silencio forma parte natural de la misma
liturgia y que el silencio es uno de los medios que el mismo Concilio Vaticano
II como forma de participar activa y fructuosa; por ello el silencio ni es un
añadido, ni es un estorbo, sino un elemento más del desarrollo de toda liturgia
para que todos participen:
“Para promover la participación
activa, se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia,
las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas
corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado” (SC 30).
La Iglesia no deja de
insistir en la naturaleza de este silencio al que califica de “sagrado” y lo
recomienda vivamente:
“Para obtener, además, mayor
eficacia de las palabras y más abundante fruto espiritual, debe respetarse
siempre, como muchos desean, el silencio sagrado, que se observará en los
tiempos establecidos, como parte de la acción litúrgica, a fin de que los
asistentes, en respuesta al momento particular en que aquél se coloca, se
concentren en sí mismos o bien reflexionen brevemente sobre todo lo que han
oído, o alaben y rueguen al Señor en la intimidad de su propio espíritu” (Carta
Eucharistiae participationem, 18).
“Se ha de procurar de un modo
general que en las acciones litúrgicas se guarde, además, a su debido tiempo,
un silencio sagrado” (IGLH 201).
Por
medio del silencio, todos se unen a la plegaria común que el sacerdote recita;
es medio para interiorizar, asimilar y unirse con paz activamente a la
liturgia:
“Se observará también, en su
momento, un silencio sagrado. Por medio de este silencio, los fieles no se ven
reducidos a asistir a la acción litúrgica como espectadores mudos y extraños,
sino que son asociados más íntimamente al misterio que se celebra, gracias a
aquella disposición interior que nace de la palabra de Dios escuchada, de los
cantos y de las oraciones que se pronuncian y de la unión espiritual con el
celebrante en las partes que dice él” (Inst. Musicam sacram, 17).
El
silencio tiene sus distintos momentos en la liturgia, y son pausas de silencio
llenas de sentido; pero no se trata tampoco de introducir ratos amplios casi de
meditación personal que dificultan el transcurrir de una acción litúrgica
común. Deben tener su medida, repartidos estos momentos a lo largo de toda
liturgia a tenor de las propias rúbricas. Por ejemplo, sería extraño, y
rompería el ritmo celebrativo, una celebración de la Misa sin absolutamente
ninguna pausa y que luego, tras la comunión, se introdujeran cinco minutos de
silencio de acción de gracias.
Para
valorar y saber distribuir bien el silencio, hay unas normas en la Liturgia de las Horas que
son comunes para toda celebración; “se señalan tres criterios negativos,
oportunos en toda acción litúrgica: efectivamente, se afirma que el uso del
silencio debe ser tal que no deforme la estructura del oficio, ni cause
molestias o resulte fatigoso a los participantes (cf. IGLH 202), de manera que
el oficio no pierda su característica de oración pública”[3].
Por
ello, hay que educar en el silencio y permitir luego que el silencio aflore en
la celebración misma de la liturgia, adaptado a cada momento ritual, con su
debido ritmo. El silencio será uno de los modos de participación plena,
consciente, activa y fructuosa de todos los fieles. ¿Podrá renacer una nueva
sensibilidad espiritual hacia el silencio en la misma liturgia? Será posible si
llegamos a asumir sus valores espirituales en la misma liturgia y así lo
vivimos y educamos (en catequesis, formación, etc.):
“Silencio
sagrado: no como elemento absoluto e insustituible, de carácter mágico,
necesario y significativo en sí mismo, sino silencio
de participación: condición espiritual para la inserción en el misterio
celebrado, para la escucha de la palabra y para la respuesta de la asamblea,
momento privilegiado del Espíritu Santo, que hace crecer la comunidad como
templo consagrado;
silencio
expresivo: que rodea la acción salvífica de Dios y su palabra, signo de fe
y de reverencia profunda de la comunidad;
silencio
pedagógico: “silencio de iniciación” que decía Dionisio Areopagita, capaz
de crear el clima y las actitudes espirituales necesarias para la experiencia
litúrgica y de ofrecer a cada uno, comprometido en la acción comunitaria, un
espacio vital para su inserción, apropiación e interiorización”[4].
La
descripción de cada momento de silencio nos ayudará a respetarlo y saber
introducirnos en él.
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