Además de la evangelización y la
misión, siempre necesarias; además de la catequesis que educa y transmite
orgánicamente el depósito de la fe; además de la caridad y la misericordia con
los pobres, necesitados, enfermos y ancianos; además de la enseñanza religiosa
escolar y la educación católica en colegios; además de la liturgia y los
sacramentos que santifican… además de todo esto, que se ha de dar para ser la Iglesia de Cristo, la alabanza
y la oración forman parte de la naturaleza y de la vida de la Iglesia.
1.
El activismo es una parálisis del alma que la debilita y una Iglesia activista,
devorada por lo inmediato, atosigada de acciones pastorales, trabajos y
reuniones, muy pronto perdería su alma, se diluiría su identidad eclesial. Esa
es la gran tentación y, en ocasiones, ya el gran pecado, de la Iglesia contemporánea.
También
la alabanza a Dios es misión de la
Iglesia, glorificarle y cantar sus maravillas. Alabar al
Señor no es perder el tiempo o quitar energías para otros empeños pastorales.
Ya
los salmos exhortan y animan constantemente: “Cantad al Señor un cántico nuevo”
(Sal 97), “alabad al Señor” (Sal 116), “resuene su alabanza en la asamblea de
los fieles” (Sal 149), “alaba, alma mía, al Señor” (Sal 145), “cantaré al Señor
por el bien que me ha hecho” (Sal 12). Esa misma alabanza, acción de gracias y
glorificación, es recomendada por las cartas apostólicas del NT (cf. Ef
5,19-20; Col 3,15-17; 1Ts 5,18; 1Tm 2,1).
Tanto
en común durante la liturgia, como en privado en la oración personal, los
fieles cristianos alaban a Dios porque la vida cristiana y eclesial es una
continua alabanza a Dios.
Y
es que es característico de la
Iglesia estar “entregada a la acción y dada a la
contemplación” de modo que esté subordinada “la acción a la contemplación” (SC
2). Por el bautismo, los hombres “se convierten así en los verdaderos
adoradores que busca el Padre” (SC 6) y constantemente, desde el día de
Pentecostés, la Iglesia
se congrega “dando gracias al mismo tiempo a Dios por el don inefable en Cristo
Jesús, para alabar su gloria, por la fuerza del Espíritu Santo” (SC 6).
La
vida litúrgica, prolongada luego en la oración personal, es una alabanza
divina: “cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial”
(SC 8). El fruto de la evangelización es que los nuevos hijos de la Iglesia “se reúnan, alaben
a Dios en medio de la Iglesia”
(SC 10), “den gracias a Dios” (SC 48), y por ello la participación activa en la
liturgia se facilita con las aclamaciones, la salmodia, las antífonas, los
cantos, etc. (cf. SC 30). Crece la vida de fe de los fieles, se robustece la fe
y se alimenta “cuando la
Iglesia ora” (SC 33).
2.
La alabanza de la Iglesia
se realiza en un oficio litúrgico que garantiza la alabanza incesante del
pueblo santo al Señor: es la liturgia de las Horas u Oficio divino.
Una visión muy reducida, casi clerical,
concibe el Oficio divino como simple obligación canónica de algunos miembros de
la Iglesia
(sacerdotes, monjes y religiosos) que deben “recitar el breviario”, mientras
que la oración trascurriría de forma paralela, o al margen, sin considerar que
el Oficio divino ya es oración con sus características propias.
Sin
embargo, la Liturgia
de las Horas es la alabanza común de la Iglesia, es oración eclesial. Cristo está
presente “cuando la Iglesia
suplica y canta salmos” (SC 7) otorgando así una gran dignidad y eficacia a
esta oración. Ha de vivirse, sin duda, “poniendo su alma en consonancia con su
voz” (SC 11), “la mente concuerde con la voz” (SC 90).
El
Oficio divino con sus Horas mayores (Laudes y Vísperas) y las demás Horas
(Intermedia, Completas, Oficio de lecturas) son celebraciones litúrgicas, ya
cantadas y salmodiadas, ya recitadas, de oración y alabanza, entretejidas de
himnos, salmos con antífonas, lecturas bíblicas, preces y silencio sagrado. Más
que una carga u obligación pesada o gravosa, es una alegría y fuente
espiritual: “participan del altísimo honor de la Esposa de Cristo, ya que,
mientras alaban a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia” (SC
85). Estas “alabanzas de las Horas” (SC 86) mantienen la oración constante de la Iglesia y es apostólica
“pues sólo el Señor puede dar eficacia y crecimiento a la obra en que trabajan”
(SC 86) los sacerdotes y consagrados. Pero es un tesoro abierto para todos y a
todos se abre: “se recomienda asimismo que los laicos recen el Oficio divino o
con los sacerdotes o reunidos entre sí, e incluso en particular” (SC 100).
Es
misión y vocación de la
Iglesia la alabanza divina. Se asocia a Cristo que “al tomar
la naturaleza humana introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se
canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a sí la comunidad
entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza”
(SC 83). Así la Iglesia,
no como un añadido, sino como una vocación y misión, “sin cesar alaba al Señor
e intercede por la salvación de todo el mundo” (SC 83) recitando el Oficio
divino.
3. Si nos
atenemos a la enseñanza conciliar escrita en la constitución Sacrosanctum
Concilium superaremos entonces el déficit de espiritualidad que, por doquier,
se ha extendido en la vida eclesial. Parece pérdida de tiempo, algo opcional en
todo caso, dedicar momentos cotidianos a la alabanza, acción de gracias y
santificación de la jornada. Muchos han abandonado el Oficio divino y después,
al poco tiempo, la oración personal y contemplativa. Parecería que “el espíritu
del Concilio” marcaba otra forma: sólo la acción, sólo la actividad, sólo el
compromiso. Pero basta leer el Concilio mismo en sus textos para deshacer ese
absurdo secularizador. Esa situación ha llevado a un déficit de espiritualidad
y se ha edificado muchas veces la vida eclesial, y la vida de tantos católicos,
sobre arena y no sobre roca firme.
La Iglesia es un pueblo de
oración; el pueblo cristiano, por naturaleza, es un pueblo orante al Señor y la Liturgia de las Horas es
la oración común de alabanza de la
Iglesia toda. La
Iglesia es un pueblo orante; con palabras del beato Pablo VI:
“La Iglesia es una comunidad de oración. La Iglesia es una “societas
Spiritus” (cf. Flp 2,1; S. Agustín, Sermón 71,19). La Iglesia es la humanidad
que ha encontrado, por medio de Cristo único y sumo Sacerdote, la forma
auténtica de rezar; es decir, de hablar a Dios, de hablar con Dios, de hablar
de Dios. La Iglesia
es la familia de los adoradores del Padre “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23)…
Os queremos recordar aquí y en este momento el apelativo que tan bien define al
catolicismo: Ecclesia orans, Iglesia
que reza.
Este
carácter típicamente religioso de la
Iglesia es esencial y providencial para ella. Así lo enseña
el Concilio en su primera Constitución sobre la Sagrada Liturgia.
Nosotros
debemos recordar la necesidad y la prioridad de esta característica de la Iglesia. ¿”Qué sería de la Iglesia sin su oración?
¿Qué clase de cristianismo sería el que no enseñase a los hombres el modo en el
que pueden y deben ponerse en comunicación con Dios? ¿Un humanismo
filantrópico? ¿Una sociología puramente temporal?
Todos
sabéis cómo existe hoy la tendencia a “secularizar” todo y cómo esta tendencia
penetra también en la psicología de los cristianos, incluso en el clero y en
los religiosos. De ello hemos hablado ya en otras ocasiones, pero es conveniente
volver a hablar otra vez, porque la oración está decayendo en nuestros días”
(Pablo VI, Audiencia general, 22-abril-1970).
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