El
tema da para mucho: una Iglesia santa que contiene y experimenta el pecado en
su interior y que continuamente debe reformarse. Sí, reformarse, ¿pero hacia
dónde?, ¿en qué sentido?, ¿en qué dirección?, ¿en qué condiciones? Y también:
¿quiénes llevan a cabo una reforma verdadera?, ¿quiénes serán capaces?
La Iglesia es santa,
hermosamente santa. Es la
Esposa de Cristo, “revestida con oro de Ofir” (cf. Sal 44).
Si la Iglesia
es en sí misma santa e infalible, sólo puede serlo porque es de Dios y en cuanto es de Dios, no como construcción humana o
mera comunidad de seguidores de Jesús, como algunas malas eclesiologías
propagan. Lo que es de Dios, lo que a Él le pertenece es santo porque recibe de
su misma santidad.
La Iglesia es santa porque es
de Dios. “La santidad de la
Iglesia y la de los fieles se apoya siempre en lo que en
ellos es de Dios, pero comporta un
estatuto de mayor interioridad; hay una comunicación real de la santidad de
Dios a la Iglesia
y a los fieles. De hecho, la
Iglesia antigua ha tenido conciencia de sí misma como
organismo de vida espiritual comunicada desde lo alto. Sea cual fuera la fecha
en que se dio a sí misma el predicado de “santa”, ha sido el primero por el que
se la caracterizó: es verdaderamente la santa
Iglesia” (Congar, Y. M., Verdadera y
falsa reforma en la Iglesia,
Salamanca 2014, 91).
Pero
también esta Iglesia es nuestra, en cuanto miembros e hijos; es también la Iglesia de nuestras
debilidades, de nuestras flaquezas, de nuestras limitaciones. En cuanto es
nuestra, padece todo esto; en cuanto que es de Dios, es santa. Así lo entendió la Tradición. Por eso
se habló y se habla de una “santidad objetiva”, de la Iglesia en sí misma por
ser de Dios y de una “santidad subjetiva”, la santidad de sus miembros, que
debe corresponder y conformarse con la santidad objetiva de la Iglesia.
La
santidad de la Iglesia
florece en la santidad de sus hijos. El Espíritu Santo es su autor. “Hay, sin
duda alguna, una santidad manifiesta, incluso obras que tienen un cierto valor
de pruebas de santidad; pero la santidad esencial
de la Iglesia,
la que caracteriza su ser mismo, más profundamente que las obras de sus
miembros, tan sólo puede afirmarse en la fe en el Espíritu Santo, cuya obra
propia es esa. Algo de la santidad de la Iglesia se ve en los sancti [los santos], y gracias a los efectos que producen, en sus sancta [cosas santas]. Pero su santidad
radical y profunda como misterio, como institución, incluso como pueblo de
Dios, la cree la Iglesia
al creer en el Espíritu Santo que la santifica. Históricamente, por lo demás,
Espíritu Santo y Santa Iglesia aparecen ligados en el Símbolo” (Id., 99).
En
el transcurrir del tiempo, la
Iglesia necesita reformas. El pecado de sus miembros la daña,
la debilita; el paso del tiempo hace que asuma formas o modelos que luego ya no
le sirven y hay que depurar y afinar, o eliminar estructuras y crear otras más
válidas para ese momento o ese desafío concreto. La vida de la Iglesia no es estática ni
inmóvil, sino que fluye continuamente, en continuo avance y crecimiento. En
muchas ocasiones no fue la jerarquía la que vio la necesidad de reforma, ni
tampoco los fieles en general. Fueron los santos quienes se dieron cuenta con
visión profética y clara; más aún, Dios suscitó esos santos concretos para bien
de la Iglesia
y su reforma: “En otros momentos la
Iglesia ha manifestado una comprensión: verdaderamente
profética, y hasta adivinatoria, de los sucesos, de las ideas y de las corrientes,
del sentido espiritual de las ideologías. Muchas veces ha ejercido un verdadero
carisma de discernimiento intelectual. Ésta ha sido la prerrogativa de los
santos” (Id., 184).
Los
santos son especiales, muy delicados. Al reformar algo, al favorecer una etapa
de renovación de la Iglesia,
no lo hacen para agradar al mundo y adaptar la Iglesia a los criterios
del mundo, menos exigente y más “comprensiva y tolerante”; no lo hacen
ateniéndose a la sociología; tampoco reforman nada cortando con lo anterior o
rompiendo con la Tradición,
¡más bien lo hacen volviendo a la
Tradición más pura!; no reforman por consenso popular después
de encuestas y consultas para ser asamblearios y democráticos ni tampoco
creando eternas comisiones de estudio y debate. ¡Ni mucho menos!
Reforman
y renuevan de otro modo, comenzando por reformarse a sí mismos en santidad.
Obran con prudencia y equilibrio, con oración y espíritu sobrenatural. “Se
trata, en efecto, de cuestionar algo dentro de la Iglesia, pero sin poner en
cuestión a la Iglesia
misma; de buscar una purificación de la Iglesia, pero sin caer en un puritanismo; partir
de “una vuelta a las fuentes”, que implica una actividad de la inteligencia,
pero no llegar a un programa abstracto, sin raíces en el ámbito de la tradición
y, por tanto, sin savia. Se trata, en fin, de no descarriarse dejándose llevar
sólo por el juego de la inteligencia… Y mostraremos que la acción de la
inteligencia separada de la caridad lleva fácilmente a desconocer la realidad
concreta y “dada” de la Iglesia.
Por el contrario, las reformas que han tenido éxito en la Iglesia son las que se
hacen en función de las necesidades concretas de las almas, en una perspectiva
pastoral, por el camino de la santidad” (Id., 214).
Sin
duda, los grandes reformadores son los santos y las grandes reformas las han
hecho los santos, limpiando el pecado de la Iglesia y logrando que floreciera la santidad y
el anhelo mismo de santidad por doquier, buscando mayor radicalidad, más
fidelidad a Cristo y un gran amor a la Iglesia y a su misión.
Fueron,
son y serán también en el futuro, una gracia de Dios para la Iglesia: ¡los santos que
reforman!
“Para
que la savia cristiana conserve el vigor de hacer brotar sus yemas por encima
de las cortezas de la historia, es preciso que el Espíritu, que trabaja en la Iglesia, suscite
servidores cuya fidelidad llegue más allá del conformismo a lo “ya hecho”. Es
preciso que surjan personas que hayan conocido un segundo nacimiento… Pero esa
pureza personal puede desarrollarse en medio de un estado de cosas muy
formalista, donde las estructuras eclesiales no se adaptan a las necesidades
del mundo, a su función propia y a los impulsos del Espíritu. Las reformas, sin
duda, serán llevadas a buen término por hombres providenciales que son a la vez
santos. Pero la historia muestra que no basta con ser santo para cambiar un
estado de cosas, y que a veces la santidad ha florecido en un ambiente que
habría requerido una reforma. La institución social es en sí tan santa, está
tan provista de medios de santidad, que allí donde las personas se entregaron a
ella produjo en abundancia los frutos del Espíritu. Esto se manifiesta en los
países o las épocas de cristiandad. Pero hay en la Iglesia otras situaciones,
otras necesidades… Entonces, además del nacimiento bautismal, que abre la puerta
de la salvación, hace falta un “segundo nacimiento”” (Id., 171).
Éste
sí es verdadero método de reforma y renovación de la Iglesia, el de los santos.
Su fruto está garantizado. De otras reformas mejor no fiarse porque no son al
final más que concesiones al mundo, plegarse al mundo soñando con ser “más
modernos”.
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