El silencio no es sólo una
ascesis necesaria y purificadora del hombre, de sus sentidos y facultades
interiores; el silencio no sólo purifica la palabra para darle peso específico,
consistencia y verdad evitando la locuacidad y el verbalismo; el silencio
“tiene también un valor místico, en el sentido de que permite la comunión con
Dios y su misterio”[1].
Es
necesario, así pues, abrirse al silencio para poder orar; favorecer el silencio
exterior e interior para la oración personal:
“No debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido. En cambio, es precisamente allí donde brotan los frutos más admirables del servicio pastoral. No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo, o por tener la impresión de que Jesús calla” (Benedicto XVI, Disc. al clero polaco, 26-mayo-2006).
Con
silencio exterior e interior, se puede entonces orar y encontrarse con el
Señor:
“El silencio es la condición ambiental que mejor favorece el recogimiento, la escucha de Dios y la meditación. Ya el hecho mismo de gustar el silencio, de dejarse, por decirlo así, “llenar” del silencio, nos predispone a la oración. El gran profeta Elías, sobre el monte Horeb –es decir, el Sinaí- presencia un huracán, luego un terremoto, y, por último, relámpagos de fuego, pero no reconoce en ellos la voz de Dios; la reconoce, en cambio, en una brisa suave. Dios habla en el silencio, pero es necesario saberlo escuchar” (Benedicto XVI, Aud. General, 10-agosto-2011).
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