La
fe se encarna en la vida.
La
fe es para la vida.
La
fascinación por Cristo perdura cuando la fe, viva, se convierte en vida, en
método constante para la existencia real.
La
vida no es una aventura constante, una permanente emoción: así la quieren los
adolescentes y los inmaduros, que luego chocan de bruces con la realidad y no
saben vivir, causándoles hastío todo, absolutamente todo.
Cada
día tiene la misma fatiga, la misma cadencia. Eso hace que cueste trabajo, que
tenga una parte fatigosa. Pero es ahí, realmente ahí, en lo cotidiano y
rutinario, en los problemas reales de la jornada y de la vida en general, donde
se lleva a cabo la verificación de la fe. La fe debe ser verificada en todo lo
humano que soy, en lo que vivo, sufro, me cuestiona, me ilusiona.
La
fe se verifica en los desafíos de la realidad.
Un
criterio de verificación –que cada cual debe examinar y comprobar- es si la fe
está en primer plano y resulta determinante para todo o su lugar lo ocupa otra
preocupación, otro interés; es decir si lo esperamos todo del hecho de Cristo
en la propia vida o si lo esperamos todo de nosotros mismos utilizando a Cristo
como pretexto para nuestros proyectos y programas.
¿Cristo
es el centro real o cada uno se ha puesto a sí mismo en el centro de su vida y
Cristo es algo externo, periférico, añadido, marginal?
¿Cristo
es lo determinante en la propia vida, en torno al cual gira todo y se organiza
todo, o un elemento más entre otros varios?
En
lo fatigoso y cansado de lo diario se verifica si la fe se encarna, se
comprueba si Cristo es el factor determinante de todo.
En
cualquier caso es verdad que para el que comprende y ama a Dios, todo coopera
para el bien (cf. Rm 8,28); y es verdad que ante las dificultades se comprueba
si uno ama o no de verdad de Dios. Y se sabe entonces si uno está madurando en
la fe –y Cristo lo va siendo todo- por la capacidad de transformar todo lo que
se presente en la vida (objeciones, dificultades, persecuciones, adversidades,
fracasos) en instrumento para madurar, una ocasión de gracia para la maduración
personal.
Este
tono es algo constante. Pasa la vida y hemos experimentado problemas,
contradicciones, desengaños: ¿cómo los hemos vivido? ¿Cada vez los hemos
aprovechado mejor? ¿Somos más consistentes o estamos más destruidos? ¿Qué hemos
ido aprendiendo?
En
cada uno se pueden realizar, y podemos tener experiencia, las palabras de san
Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la
angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?...” (Rm 8,31-39).
Entonces
ya no serán frases repetidas, memorizadas, sino verdaderas experiencias de
vida, que llenan de contenido nuestra existencia. Así es como, día tras día, se
vive la novedad de la existencia cristiana, la novedad de la experiencia
cristiana, se conserva intacta la emoción inicial por Cristo, sin apagarla por
la rutina. El crecimiento personal se va realizando al afrontar las
dificultades con fe, encarnando la experiencia de Cristo en la vida concreta de
cada cual. Esa experiencia cristiana –y la fascinación por Cristo- va fraguando
una mentalidad nueva que permite vivir de este modo, pensarlo todo de manera
distinta, afrontar el reto de ser hombres de modo más pleno. Es una conversión.
Se
vive entonces dejándose sorprender por Dios. Nada de lo que sucede ha sido
ideado por nosotros. Nos ha sido dado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario