6. ¿Y la respuesta o aclamación
de los fieles? ¡No es menos significativa!
“Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Dirigida a Cristo,
los fieles reconocen la fuerza salvadora del misterio pascual, la cruz y la
resurrección, aguardando su última venida, gloriosa y definitiva. La Eucaristía nos acompaña
hasta la Parusía
del Señor, la Eucaristía
hace que el Señor siga viniendo hoy, sacramentalmente, hasta el tiempo de la Iglesia peregrina y
despierta el deseo de que venga con gloria y poder y verlo cara a cara, no bajo
los sacramentos.
La
aclamación que cantan los fieles es una modulación de un texto paulino que
muchas liturgias entonan alrededor de las palabras de la consagración, en buena
medida pronunciadas por el sacerdote, como en el rito hispano o en el rito
ambrosiano (cuando emplea el Canon romano[1]). Son
palabras que el Apóstol dirige a los lectores en 1Co 11,26: “Cada vez que
coméis de este pan y bebéis de este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta
que vuelva”.
La
celebración eucarística anuncia la muerte del Señor, sacrificio actualizado en
el altar, proclama la resurrección de Jesucristo, y lo va a realizar siempre
hasta que vuelva el Señor. Un prefacio común así lo reza: “Porque unidos en la
caridad, celebramos la muerte de tu Hijo; con fe viva, proclamamos su
resurrección y con esperanza firme, anhelamos su venida gloriosa” (Pf. Común
V).
Éste
es, pues, el sentido de las dos aclamaciones de los fieles: “Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección…”, “Cada vez que comemos de este pan y
bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”.
7.
“Proclamamos tu resurrección”: ¡Cristo está vivo, resucitado, glorioso!, y por
ello transforma el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre gloriosos. “Efectivamente,
el sacrificio eucarísitico no solo hace presente el misterio de la pasión y
muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su
sacrificio” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucaristía, n. 14).
“Hasta
que vuelvas” (“donec venias”), o como se tradujo en la versión española: “¡Ven,
Señor Jesús!” La Eucaristía
nos proyecta hacia el futuro, hacia la gran esperanza del retorno del Señor.
Esto no sólo en el Adviento (donde, sin duda, se refuerza), sino en cada
celebración eucarística nos permite esperar y desear la venida última del
Señor. La Eucaristía
sostiene nuestra esperanza.
8.
“¡Ven, Señor Jesús!”: se lo decimos a Cristo que ya ha venido al altar, pero
que deseamos que venga glorioso como Señor y Juez de la historia, tal como nos
lo prometió. “La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración
se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue
la celebración eucarística: ‘…hasta que vuelvas’. La Eucaristía es tensión
hacia la meta, pregusta el gozo prometido por Cristo; es, en cierto sentido,
anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura” (Juan Pablo II, Ecclesia
de eucaristía, n. 18).
Al
igual que san Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI explica esta trabazón
escatológica y llena de esperanza de la Eucaristía santa, expresada en esta aclamación:
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”
Espiritualmente, ganaríamos mucho y participaríamos mejor si captásemos y
degustásemos todo lo que está implicado en esta aclamación, y la cantásemos más
conscientemente. En vistas a ello, sirven las palabras de Benedicto XVI:
“En la conclusión de su primera
carta a los Corintios, san Pablo repite y pone en labios de los Corintios una
oración surgida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà thà!, que literalmente significa:
Señor nuestro, ¡ven! (1Co 16,22). Era
la oración de la primera comunidad cristiana; y también el último libro del
Nuevo Testamento, el Apocalipsis, se concluye con esta oración: ¡Ven, Señor!...
¿Podemos rezar así también nosotros? Me parece que para nosotros hoy, en
nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que acabe este
mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el
Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos motivos, no nos atrevamos a rezar
sinceramente así, sin embargo de una forma justa y correcta podemos decir
también con los primeros cristianos: ¡Ven, Señor Jesús!” (Benedicto XVI,
Audiencia, 12-noviembre-2008).
El
deseo ha de ir creciendo, la esperanza nos sostiene, y reconocemos la necesidad
que tenemos de que venga Cristo Señor y todo lo transforme, y así el mundo y la
historia, tan fragmentados por el pecado, tan divididos, tan desordenados,
recibirán su ser pleno, la nueva creación. Continuaba explicando Benedicto XVI:
“Ciertamente, no queremos que venga
ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que acabe este mundo
injusto. También nosotros queremos que el mundo cambie profundamente, que
comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz,
sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero, ¿cómo podría suceder esto
sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un mundo
realmente justo y renovado. Y, aunque sea de otra manera, totalmente y en
profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en
las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu modo, del modo que
tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados
en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre los
ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres
desconocido. Ven a tu modo y renueva nuestra vida. Ven a nuestro corazón para
que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia tuya. En este sentido,
oramos con san Pablo: Maranà thà!,
‘¡Ven, Señor Jesús!’, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en
nuestro mundo y lo renueve” (Benedicto XVI, Audiencia, 12-noviembre-2008).
Una
última cita, con tal de ahondar más y, de ese modo, cantar esta aclamación con
mayor conciencia interior de lo que afirmamos, pedimos y confesamos. Vamos en
camino, la patria es el cielo, y esperamos que Jesucristo vuelva y establezca
en plenitud su reino y señorío. La Eucaristía -¡ven, Señor Jesús!- es un don al
hombre en camino:
“Especialmente en la liturgia
eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual
se encamina todo hombre y toda la creación. El hombre ha sido creado para la
felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra
libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora,
algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar
en la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta
última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y de la
muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración
eucarística. De este modo, aún siendo todavía como ‘extranjeros y forasteros’
(1P 2,11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida
resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente
escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino” (Benedicto XVI,
Sacramentum caritatis, n. 30).
9.
¡Ven, Señor Jesús! Ese fue el grito de las primeras comunidades cristianas:
“Hosanna al Hijo de David. Si alguien está santo, acérquese. Si no lo está,
arrepiéntase. Marana tha! Amén” (Didajé, X). Ese es el mismo grito y el mismo
deseo de la Iglesia
hoy al celebrar la
Eucaristía y reconocer a Cristo que viene al altar:
“anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”
[1] El Canon romano en el rito
ambrosiano ofrece las siguientes palabras para la consagración del cáliz:
“Tomad y bebed todo de él: éste es el cáliz de mi sangre para la nueva y eterna
alianza derramada por vosotros y por todos. Les dio también este mandato: Cada
vez que hagáis esto hacedlo en memoria mía: predicaréis mi muerte, anunciaréis
mi resurrección, esperaréis con confianza mi vuelta hasta que de nuevo vendré a
vosotros desde el cielo”. Las palabras, en este caso, se pronuncian como dichas
por el mismo Cristo.
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