El valor de la persona, el reconocimiento del
valor y dignidad del otro, el respeto a su pasado y a su presente, a su riqueza
interior... en nuestro mundo, son llamada y signo de un nuevo momento y
expresión histórica del cristianismo, la de un recto y profundo humanismo
cristiano.
Más aún, ya Juan Pablo II, en su primera encíclica,
"Redemptor Hominis", programática de lo que es su pontificado,
afirmaba que "el hombre es el camino de la Iglesia" (nº 14): el
hombre no es un absoluto, está referido, abierto, religado, llamado, a Dios:
aquí radica la mejor y más esencial referencia del humanismo cristiano, que
nace en el mismo momento en que el Verbo se hizo carne (Jn 1,14) uniéndose de
este modo a todo hombre (GS 22).
Se
habla a menudo, en la prensa, en la televisión, de la
"deshumanización" que invade nuestro mundo. El cine contemporáneo lo
denuncia, la misma sociedad reclama un mundo "más humano". Mas esta
plena humanización sólo encontrará su más plena y satisfactoria realización en
el catolicismo.
Signos
de deshumanización se denuncian cuando a los enfermos, en hospitales o
consultas médicas, se les trata, a veces, como un estorbo, casi sin respeto,
como un número o expediente, hacinados en los pasillos, perdiendo toda
dignidad; o el trato frío de las ventanillas de cualquier oficina, donde se
despersonaliza, sin una acogida ni ningún rasgo de amabilidad, de ver en el
otro una persona; signos de deshumanización, incluso, en la misma Iglesia
pueden ocurrir cuando se exige, se obliga, se imponen cargas pesadas pero luego
no se mueve un dedo para ayudar a llevarlas (cf. Mt 23,4) siendo así que el
Evangelio es descanso, yugo suave y carga (cf. Mt 11,28.30), que no agobia, ni
hunde, ni provoca desconsuelo en el alma; se puede dar una deshumanización
cuando en la Iglesia
no se escuche al otro, sus necesidades y problemas, sus carismas y sus deseos,
porque la Iglesia
-en sus hijos- deberá y querrá escucharlo y recibirlo "como al mismo
Cristo" (máxima que tanto insistirá S. Benito en su Regla Monástica),
amarlo e intentar ganarlo para Cristo, con suavidad, con "lazos de
amor" (Os 11,4).
En
todas las circunstancias y en todos los ámbitos, la Iglesia sabe que el hombre
es su camino, portadora Ella misma del mejor y más profundo humanismo que lo va
realizando como germen, semilla y fermento del Reino. Ella misma
"humaniza" porque sabe el valor que tiene toda persona (¡y el alto
precio que Jesucristo pagó por ella: su propia sangre!).
Atraerá con amor e
inteligencia, no con exigencias, imposiciones o presiones; escuchará,
comprenderá, sufrirá y llorará o reirá y cantará cuando la persona que esté
enfrente esté sufriendo o esté gozosa, porque humanismo auténtico es hacerse
todo a todos; verá cómo servir y amar al otro en todo, contribuyendo a su
crecimiento y a su bien; tendrá signos maternales.
"El
hombre es el camino de la
Iglesia". Pretender imponer leyes y principios -que dan
seguridad- a costa de lo que sea, sin atender a las circunstancias reales y a
las posibilidades de cada persona, es deshumanizador; sí es humanismo sano y
recto permitir que el otro vaya interiorizando las normas y dando pasos
graduales para que las viva en su plenitud, sin ser tajantes ni legalistas,
sabiendo que la ley está para el hombre y no el hombre para la ley; nadie vea
aquí ni considere esto como ácrata, o piense en un relativismo mortal: la ley y
sus normas garantizan el orden, el bien y la verdad, buscando siempre la
comunión; pero todo hay que aplicarlo misericordiosamente, atendiendo a las
posibilidades y circunstancias concretas de la persona. Por muy bueno que sea
el deporte, no se puede exigir a un paralítico que juegue al fútbol, porque no
es que no quiera, ¡es que no puede...!
Un
verdadero humanismo cristiano tendrá presente el hoy de la persona. Su pasado lo ha marcado, ha configurado su vida,
una historia de gozo y sufrimiento que puede ser amada, y que ha dirigido la
vida de una persona hasta su hoy, su presente.
Mas no por eso podemos delimitar
o de-finir a una persona: el pasado no
determina a la persona, ésta puede crecer, cambiar, dar otro rumbo a su vida,
convertirse... es más fácil escandalizarse o reprochar que echarse al cuello y
abrazar al otro -como el padre misericordioso (Lc 15)- pensando "¡cuánto
habrás sufrido!" Pensar que "como hizo esto, o dejó de hacer aquello
otro, ahora no podrá..." es condenar. ¿Fue ésta la actitud de Jesús con la
samaritana que ya había tenido cinco maridos, o con la prostituta que vendía su
cuerpo o con Mateo, el publicano...? Su pasado está ahí, su hoy es nuevo, el
futuro se queda en las manos de la Providencia.
Del
mismo modo, el pasado influye y condiciona el presente de una persona. No se
puede caer en el otro extremo: olvidar la historia pasada, no tenerla en
cuenta, querer partir de cero. Para comprender y amar a una persona, habrá que
aceptarla y conocerla desde su historia, acogiéndola tal cual es. No se le
puede echar en cara a una persona que es coja porque se ha caído de un décimo
piso: habrá que saber que se ha caído y dar gracias que no se mató sino que
sigue vivo, y asumir sus deficiencias y carencias con amor.
Este
humanismo cristiano posibilita la extensión y el crecimiento del Reino de Dios.
Son relaciones nuevas de los hombres entre sí y con Dios. Vivido en el mercado,
en el vecindario, en el trabajo, con la familia; vivir este humanismo en la
misma comunidad eclesial, en todos sus miembros y funciones, en sus actividades
y en su ser... "El hombre es el camino de la Iglesia".
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