Existen
unas relaciones místicas, invisibles, entre Iglesia y Eucaristía. Siguiendo al papa Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia –que asume el planteamiento de De Lubac en Meditación sobre la Iglesia-, la Iglesia
hace la Eucaristía
y la Eucaristía
hace la Iglesia.
No
hay Iglesia –ni comunidad de creyentes- si no se vive de esta Eucaristía. Ésta hace crecer, vivir, nutrir, edificar y
plantar en las almas la
Iglesia.
La Eucaristía es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, su centro y su
raíz. Sin Eucaristía, los sarmientos van cayendo de la Iglesia, secos y
estériles; una intensa vida y piedad eucarísticas sí hacen crecer la Iglesia, le da la santidad
del Espíritu del Señor, haciéndolo “Cuerpo Eucarístico”, “Cuerpo Místico”.
Es la enseñanza del Concilio
Vaticano II:
La Iglesia, o el reino de
Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de
Dios... Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el
que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra
redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo
realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo (LG 3).
E igualmente, el Catecismo de la Iglesia Católica,
como “frutos de la Comunión”,
hace señalar que la
Eucaristía edifica la Iglesia:
La unidad del Cuerpo Místico. La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben
la Eucaristía
se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los
fieles en un solo Cuerpo: la
Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta
incorporación a la Iglesia
realizada ya en el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que
un solo cuerpo. La
Eucaristía realiza esta llamada: El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo?, y el pan
que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo
muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo
pan (1Co 10,16-17)” (CAT 1396).
San Agustín señala cómo nos
transformamos en aquello mismo que recibimos. ¡Cambia la perspectiva! ¡La Eucaristía y la
comunión misma no es algo devocional,
privado, sino que nos asume y crece la Iglesia! ¡Es Cristo el protagonista, la Cabeza de la Iglesia!
"Si vosotros
mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre
la mesa del Señor y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” [es
decir, “sí”, “es verdad”] a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo
reafirmáis. Oyes decir “El Cuerpo de Cristo” y respondes “Amén”. Por lo tanto,
sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero" (S.
Agustín, Serm. 272).
Esta perspectiva realmente
interesante, la presenta el Papa en su encíclica eucarística para señalar cómo
se edifica la Iglesia:
Podemos decir que no solamente
cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada
uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: Vosotros sois mis amigos (Jn
15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: el que me come vivirá por mí (Jn 6,57). En la comunión eucarística
se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo “estéis” el uno en el
otro: Permaneced en mí, como yo en
vosotros (Jn 15,4) (EE, 22).
Esto recuerda y remite, con sabor
eucarístico, no sólo al discurso de la Última Cena que leemos en las ferias de
la cincuentena pascual, sino al plan mismo trazado por el Papa “Al inicio del
Tercer Milenio”, porque la santidad y el ser de la iglesia se hallan en vivir
el Misterio de Cristo que se da y en permanecer en Él:
“Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana, y una condición para toda vida pastoral auténtica” (NMI 32).
Nunca la Iglesia es más Iglesia y
aparece ante el mundo como Iglesia que cuando celebra la liturgia (Juan Pablo
II, Vicessimus Quintus Annus, 9), y por tanto, la
Iglesia es eucarística, necesita unirse a su Señor y Amado
Esposo mediante la Eucaristía:
La
liturgia, por cuyo medio se ejerce la
obra de nuestra Redención, sobre todo en e divino sacrificio de la Eucaristía,
contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de
Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia... y todo esto de
suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo
visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad
futura que buscamos. Por eso, al
edificar día a día a los que están dentro para ser templo santo en el Señor
y morada de Dios por el Espíritu, hasta llegar a la medida de la plenitud de la
edad de Cristo, la liturgia robustece
también admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo y presenta así la Iglesia, a los que
están fuera, como signo levantado en medio de las naciones para que debajo de
él se congreguen en la unidad de los hijos de Dios que están dispersos, hasta
que haya un solo rebaño y un solo pastor (SC 2).
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