El sacramento eucarístico no se agota ni se encierra a los límites de su celebración. Por el contrario, la fe, la piedad y la teología, descubriendo esa Presencia permanente del Señor en el sacramento, ha prolongado su amor en la adoración y culto a la Eucaristía fuera de la misa.
Durante una época muy concreta, vivir la Eucaristía se entendió sólo como el momento de celebrarla, abandonando prácticas de piedad personal y comunitaria, eliminando el culto eucarístico, la exposición del Santísimo, y dejando de realizar la visita al Señor en el Sagrario.
Sin embargo, Él está.
La Eucaristía, Cristo mismo, se da para estar con Él no solamente en la celebración, sino comunitaria o personalmente, en ratos amplios de adoración eucarística.
Será siempre una riqueza eclesial potenciar la adoración eucarística allí donde se realice, o comenzar a vivirla allí donde se hubiese suprimido. Este sí es un camino pastoral interesante.
Atendamos a esta homilía de Benedicto XVI sobre el sentido de adoración que implica la Eucaristía misma:
Esta tarde,
quisiera meditar con vosotros sobre dos aspectos, entrelazados entre sí, del
Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante
volver a tomarlos en consideración para preservarlos de visiones incompletas
del mismo Misterio, como las que se han verificado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de
la adoración del Santísimo Sacramento.
Es la experiencia,
que viviremos también esta tarde, después de la Misa, antes de la procesión,
durante su desarrollo y cuando termine. Una interpretación unilateral del
Concilio Vaticano II ha penalizado esta dimensión, restringiendo prácticamente
la Eucaristía al momento de la celebración.
En efecto, fue muy
importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor
convoca a su pueblo, lo reúne alrededor de la dúplice mesa de la Palabra y del
Pan de vida, lo alimenta y lo une a Sí, en la oferta del Sacrificio.
Esta
valoración de la asamblea litúrgica, en la que el Señor obra y realiza su
misterio de comunión, permanece naturalmente válida, pero se debe colocar en su
justo equilibrio. En efecto – como sucede a menudo – queriendo subrayar un
aspecto, se acaba con sacrificar otro. En este caso, la acentuación realizada
sobre la celebración de la Eucaristía ha disminuido la adoración, como acto de
fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento
del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida
espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús
eucaristía sólo en el momento de la Santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de
su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y, de este modo,
se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de
nosotros y con nosotros – una presencia concreta, cercana, entre nuestras
casas, como «Corazón que late» de la ciudad, del país y del territorio, con sus
distintas expresiones y actividades. El Sacramento de la Caridad de Cristo debe
permear toda la vida cotidiana.
En realidad, es un
error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competencia
la una contra la otra. Es precisamente, todo lo contrario: el culto del
Santísimo Sacramento constituye el ‘ambiente’ espiritual en el cual la
comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. Sólo si está
precedida, acompañada y seguida por esta conducta interior de fe y de
adoración, la acción litúrgica puede expresar su pleno significado y valor. El
encuentro con Jesús en la Santa Misa se realiza verdadera y plenamente cuando
la comunidad es capaz de reconocer que Él, en el Sacramento, habita su casa,
nos espera, nos invita a su mesa y, luego, una vez que la asamblea se ha
disuelto, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos
acompaña con su intercesión, y sigue recogiendo nuestros sacrificios
espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este contexto,
me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el
momento de la adoración, estamos todos en el mismo plano, de rodillas ante el
Sacramento del Amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos
en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que
hemos vivido varias veces en la Basílica de San Pedro y también en las
inolvidables vigilias con los jóvenes – recuerdo, por ejemplo las de Colonia,
Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente para todos que estos momentos de vigilia
eucarística preparan la celebración de la Santa Misa, preparan los corazones al
encuentro, de forma que éste resulta más fructuoso.
Estar todos en silencio
prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias
más auténticas de nuestro ser Iglesia, que se acompaña de forma complementaria
con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando,
acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. No se pueden separar – van juntas
- la comunión y la contemplación. Para comunicar verdaderamente con otra
persona, tengo que conocerla, saber estar en silencio cerca de ella,
escucharla, mirarla con amor.
El verdadero amor y la verdadera amistad viven
siempre esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos
de respeto y de veneración, de forma que el encuentro se viva profundamente, de
modo personal y no superficial. Y, lamentablemente, si falta esta dimensión,
también la misma comunión sacramental puede llegar a ser, de parte nuestra, un
gesto superficial.
Sin embargo, en la verdadera comunión, preparada por el
coloquio de la oración y de la vida, podemos decirle al Señor palabras de
confianza, como las que resonaron hace poco en el Salmo responsorial: «Yo,
Señor, soy tu servidor, tu servidor, lo mismo que mi madre: por eso rompiste
mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, e invocaré el nombre del
Señor (Sal 116, 16-17).
(Benedicto XVI, Hom. en el Corpus Christi, 7-junio-2012).
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