La gran plegaria eucarística es
pronunciada sólo por el sacerdote, sin intervención de nadie, ni cantos
añadidos, ni música; mientras, todos se unen en un silencio religioso, lleno de
unción, para oír la gran plegaria e interiorizarla, haciéndola suya y poder, al
final, responder con toda verdad: “Amén”.
“La plegaria eucarística, que por su
naturaleza es el culmen de toda la celebración, es una plegaria de acción de
gracias y de consagración y tiende a hacer ciertamente que toda la congregación
de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de la grandeza de Dios y
en la ofrenda del sacrificio. Dicha oración es recitada por el sacerdote
ministerial, que interpreta la voluntad de Dios que se dirige al pueblo, y la
voz del pueblo, que eleva los ánimos a Dios. Solamente ella debe resonar,
mientras que la asamblea, reunida para la celebración litúrgica, mantiene un
silencio religioso” (Carta Eucharistiae participationem, 8).
El
silencio sagrado, religioso, de todos durante la gran plegaria eucarística es un
medio de participación activa; no es una contradicción: participar activa y
fructuosamente es también, en silencio, unirse a esta gran oración pronunciada
por el sacerdote:
“La proclamación de la plegaria
eucarística que, por su naturaleza, es como el culmen de toda la celebración,
está reservada al sacerdote, en virtud de su ordenación. Por tanto, es un abuso
hacer decir algunas partes de la plegaria eucarística al diácono, o a un
ministro inferior o a los fieles. La asamblea, sin embargo, no permanece pasiva
e inerte; se une al sacerdote con la fe y el silencio, y manifiesta su adhesión
a través de las diversas intervenciones previstas en el desarrollo de la
plegaria eucarística: las respuestas al diálogo del prefacio, el Sanctus, la aclamación después de la
consagración y el “Amén” final, después del Per
ipsum, que también está reservado al sacerdote. Este “Amén” en particular
ha de resaltarse con el canto, dado que es el “Amén” más importante de toda la
misa” (Inst. Inestimabile donum, 4).