Es tan inmenso el amor de Dios que piensa depositar sus
beneficios en alguien distinto de sí mismo. No tenía necesidad ya que él es
perfecto en Sí mismo, Santo y Feliz, pero quiso crear el mundo, lo visible y lo
invisible, y sobre todo al hombre para que gozase de Dios.
El origen de todo es Dios; el mundo no encuentra su
existencia en sí mismo, fruto del azar o la casualidad. La ciencia intentará
averiguar el cómo del mundo y de la vida, y se sucederán una tras otra muchas
teorías. Pero llevando todo a sus últimas consecuencias, no se podrá hallar
otra respuesta al porqué, sino es por un acto primero y libre de Dios. El orden
del universo, del mundo, sus leyes físicas y matemáticas, la perfecta
constitución del cuerpo y el alma del hombre, remiten a una Inteligencia
Superior, a un Origen primero, y éste sólo puede ser Dios que crea de la nada.
La fe en el Dios creador determina el modo de ver y de vivir el mundo y de
experimentarse el hombre a sí mismo, de relacionarse con el mundo y con los
demás.
Dios es Creador por puro amor. Él no necesitaba ni al
mundo ni al hombre para ser feliz, ya que es perfecto en sí mismo; es más bien
un acto de soberana libertad y de amor, pues crea para volcar su amor difusivo
de sí mismo en el hombre creado a su imagen y semejanza. “Dios no tiene otra
razón para crear que su amor y su bondad” (CAT 293). “Creemos que procede de la
voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su
ser, de su sabiduría y de su bondad” (CAT 295). Es decir, crea al hombre para
volcar su amor, para que el hombre disfrute de la bondad de Dios.
San Ireneo –el primer teólogo cristiano- lo explicaba
así: