El humanismo cristiano es humanismo de virtudes, es decir, va creando un hombre "virtuoso", donde el bien va siendo cada vez más connatural a él, por el ejercicio repetido de actos de virtud.
Las virtudes naturales y humanas son reforzadas, potenciadas, por el cristianismo. El cristianismo crea hombres auténticos y plenos. ¿Es una ideología humanista, una ética humanista? ¿Tiene al hombre por centro? No, tiene a Jesucristo porque en Él sabemos quién es Dios y vemos qué es el hombre. El cristianismo conforma a cada hombre con el Modelo y Arquetipo, el Hombre Cristo Jesús.
Esto se hará a base de esfuerzo, trabajo interior, ascesis, desarrollando todo lo bueno del hombre, ejercitándolo en el bien y la verdad, en la belleza y el crecimiento de las virtudes para que forman parte de él, de su actuar.
"A cuantos se plantean la cuestión que ahora vamos a desarrollar, sobre la perfección humana, sobre el ideal hacia el cual el hombre moderno debe orientarse, se le ocurren muchos pensamientos que constituyen una de las características de la mentalidad de los hombres de nuestro tiempo. En general, estos pensamientos parten de una valoración negativa de los tipos humanos, según los cuales nos ha educado la pedagogía de las generaciones precedentes; una crítica audaz, y frecuentemente cruel, ataca a los hombres ejemplares que nos han precedido; la estatura de los héroes de los tiempos pasados se limita y se reduce a niveles frecuentemente inferiores a los normales, especialmente los representantes de las generaciones próximas a la nuestra son rechazados sin más como ineptos para enseñar algo a las generaciones juveniles, antes, por el contrario, son frecuentemente acusados como culpables de las situaciones inaceptables para la juventud actual que las ha heredado todo el bien que los viejos o los que empiezan a serlo, han hecho o han intentado hacer, se olvida de buen grado; todo debe ser pensado de nuevo y emprendido sin tener en cuenta, más aún, en oposición con el dato tradicional, que el curso del tiempo y la madurez civil nos presentan como fruto de inmensas fatigas y digno de honrosa gratitud.
Todo es equivocado, se dice, por lo menos todo debe ser abandonado y hecho de nuevo con respecto a la figura del hombre, que hasta ayer era considerada como ejemplar. Se quiere un humanismo nuevo. Tan nuevo que continuamente están rechazando las fórmulas humanísticas presentadas hasta ayer y hasta hoy por las diversas escuelas del pensamiento o por los diversos movimientos sociales. En la búsqueda de una originalidad siempre nueva se cae fácilmente en un conformismo con algún autor discutible que esté de moda, y precisamente porque está de moda.
La vocación del cristiano
Pero en la búsqueda de una humanidad típica e ideal existen también pensamientos positivos, especialmente en el ámbito afortunado de nuestra comunidad eclesial. Toda la doctrina sobre la perfección de la vida religiosa, el llamamiento a la santidad que nace de la misma vocación cristiana, la afirmación de los valores, no sólo de la esfera sobrenatural de la gracia, sino también del orden y de la actividad temporal, que el Concilio ha repetido en sus documentos, nos ayudan a creer que el seguidor de Cristo puede y debe tener también hoy su propia grandeza moral, heredada, ciertamente, pero viva y que debe ser recordada, de la cual, si él no tiene siempre la más alta prerrogativa, por desgracia, en su vida práctica, tiene, sin embargo, su secreto, la fórmula justa en el campo doctrinal. El cristiano que es lo de verdad es el hombre verdadero, es el hombre que se realiza plena y libremente a sí mismo; y todo ello, inspirándose en un modelo de infinita perfección y de insuperable humanidad. Cristo, Nuestro Señor, imitable en algunas formas necesarias, las exigidas por la fe y por la gracia, y en muchas otras, sugeridas por su propio carácter de cristiano y por su consciente elección (cf. Sto. Tomás, I-II, 109,1).