viernes, 11 de enero de 2019

Orar invocando a Jesús (El nombre de Jesús - X)


Orar con el nombre de Jesús: “Nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ si no es en el Espíritu Santo” (1Co 12,3).

La aspiración a una oración incesante se nutre de orientaciones como las de San Pablo que exhorta a vivir “perseverantes en la oración” (Rm 12,12) y a orar “sin cesar” (1Ts 5,17). Orar con el nombre de Jesús es de una profunda tradición bíblica.


            Esta oración es un método, un camino, una forma más de oración que ahora contempla, no sólo en Oriente donde nació, sino también en Occidente, una amplísima difusión. La repetición de jaculatorias, oraciones cortas, para alabar al Señor, obtener ayuda o para implorar perdón, se descubre en la temprana tradición cristiana.

Ya en tiempos de Casiano (c.360-435) se va enlazando esta práctica con el propósito de alcanzar la oración continua. Otro testigo, de los numerosos que se pueden aducir, es San Juan Clímaco (c.344- 407), quien recomienda la repetición frecuente y sucesiva de unas mismas breves palabras: 

“Para orar no necesitas decir palabras ampulosas. Simples y espontáneos balbuceos de los niños es lo que ordinariamente ha ganado el corazón del Padre celestial... Procura no hablar demasiado en tu oración; no se distraiga tu alma buscando palabras... La locuacidad en la oración a menudo disipa la mente y la embauca llenándola de imágenes. Al contrario, la brevedad favorece la concentración. Si te ocurre en la oración que una palabra despierta en ti la dulzura o remordimiento permanece en ella”[1].

La fórmula que, entre diversidad de frases, va imponiéndose con el correr de los años es: Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Sus elementos se pueden encontrar en la Sagrada Escritura. Así, en la oración de los dos ciegos: “¡Ten piedad (eleison) de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9,27). En el ruego de la mujer cananea: “¡Ten piedad (eleison) de mí, Señor, Hijo de David!” (Mt 15,23). En la petición del padre del epiléptico: “Señor, ten piedad (eleison) de mi hijo...” (Mt 17,15). En la oración de los diez leprosos: “¡Jesús, Maestro, ten piedad (eleison) de nosotros!” (Lc 17,13). También en la oración del ciego de Jericó, que San Marcos llama Bartimeo, que clama: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad (eleison) de mí!” (Mc 10,47-48; Lc 18,38-39). Un caso aparte, pero con toda probabilidad vinculado al surgimiento de la “oración a Jesús”, es la prototípica oración humilde del publicano aspirando a la misericordia divina: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, pecador!” (Lc 18,13).

En Occidente existe, al igual que en el Oriente cristiano, una gran devoción al nombre de Jesús. San Ambrosio de Milán (333-397), San Agustín de Hipona (354-430), San Pedro Crisólogo (c.406-450), San Beda el Venerable (673-735), son tempranos testigos de ello. En los siglos XI y XII, San Anselmo de Cantorbery (1033-1109) y los autores de la escuela cisterciense expresan frecuentemente una afectiva devoción al nombre del Señor Jesús. También los franciscanos, tras las huellas de San Francisco de Asís (1181-1226), manifiestan una notable piedad hacia el nombre de Jesús. ¡Qué ejemplos hallamos en San Buenaventura! En sus escritos teológicos y espirituales, el alma del teólogo se eleva en oración a Jesús:

“La dulzura de todas las criaturas no hace más que invitar a tu dulzura eterna. ¡Oh Jesús, fuente de dulzura y de piedad eternas! Perdóname si en las criaturas no he reconocido ni gustado con el afecto interior del espíritu tu inestimable suavidad y tu piedad tan dulce como la miel... ¡Oh dulcísimo Jesús, ahora comprendo que toda dulcedumbre contraria a ti me supo aflicción y miseria!...

Ignoraba, Jesús bueno, la suavidad de tu abrazo, la santidad de tu contacto, la delicia de tu cercanía... Tu abrazo, dulcísimo Jesús, no mancha, sino purifica; tu contacto no ensucia, sino santifica. ¡Oh Jesús, fuente universal de dulzura y suavidad! ¡Qué deleite, honesto y gozoso, cuando pasas el brazo izquierdo de tu sabiduría eterna y del conocimiento bajo mi cabeza, es decir, de la razón, y con el derecho, de tu divina clemencia y de tu amor, me abrazas en mi voluntad...

Pero, Señor mío, si estas verdades son ya así dulces para quien las medita, ¡cuánto más para quien las prueba! Si tan suaves resultan para quien las lee, ¡cuánto más no resultarán para quien las experimenta en su afecto! Así san Agustín suplica: “Hazme gustar interiormente, mediante el amor, mi dulce Jesús, aquello que gusto exteriormente con la inteligencia” (Ps-Agustín, De contrit. cordis, 2, PL 40,944). Traspasa pues, Jesús dulcísimo, con tu amor incomparablemente salvífico la intimidad de mi espíritu, para que de verdad arda, languidezca, se derrita y desfallezca únicamente por deseo de ti, ansíe partir y estar contigo y tenga siempre hambre de ti, pan divino bajado del cielo. Que tenga sed de ti, fuente de vida, manantial de luz eterna, torrente de verdadera delicia, siempre tienda hacia ti, te busque y te encuentre, para, en ti, finalmente descansar”[2].

            Con San Buenaventura, se puede gozar y paladear el nombre de “Jesús” y llenar el corazón con la unción de la contemplación:

            “A tal estado de bienaventuranza nadie llega sino mediante la resolución última en aquel es fuente y origen de todos los bienes naturales y gratuitos, corporales y espirituales, temporales y eternos. Y éste es quien dice de sí mismo: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir (Ap 1,8). Porque como por el Verbo eternamente dicho son producidas todas las cosas, así en el Verbo encarnado eternamente son reparadas, perfeccionadas y completadas; por lo que él fue llamado justa y propiamente Jesús, pues no hay bajo el cielo otro nombre (Hch 4,12) al que Dios haya dado el poder de salvarnos.

            Que sea, pues, llevado hasta ti, oh deseado Jesús, que eres el fin de todo, creyendo en ti, esperando en ti y amándote con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, porque Tú sólo bastas, tú sólo salvas, Tú sólo eres bueno y suave para aquellos que te buscan y aman tu nombre. Tú, mi buen Jesús, eres redentor de los perdidos, salvador de los redimidos, esperanza de los desterrados, fortaleza de los atribulados, dulce sosiego de las almas angustiadas, corona y cetro de los vencedores, única recompensa y alegría de los ciudadanos del cielo, ilustre descendencia del sumo Dios y fruto sublime del seno virginal, fuente riquísima de toda gracia de cuya plenitud hemos recibido todos[3].

Las “fraternidades de Jesús” o del “Buen Jesús”, son un testimonio más. El apasionado místico inglés Ricardo Rolle (1300-c.1349) y el Beato germano Enrique Suso (c.1295-1365) difunden con sus escritos la devoción al nombre del Señor. Esto ocurre en el mismo siglo en que, al parecer en Suecia, surgió una “orden del Nombre de Jesús”. Un testimonio particularmente significativo es la difusión hacia el siglo XIV del “Anima Christi” con la invocación “¡Oh buen Jesús, óyeme!”. En el siglo XV, bastaría citar a San Bernardino de Siena (1380-1444), el famoso predicador franciscano que difundió, en medio de polémicos esclarecimientos, la devoción al santo nombre de Jesús.



[1] S. JUAN CLÍMACO, Escala espiritual, escalón 28, nn.9-11.
[2] S. BUENAVENTURA, Soliloquio, I, 13. 17. 18.
[3] S. BUENAVENTURA, El árbol de la vida, n. 48.

1 comentario:

  1. No hacen falta muchas palabras para orar, basta mostrar a Jesús tu amor por muy humilde que sea

    ResponderEliminar