domingo, 24 de mayo de 2015

Catequesis básica sobre la oración

La oración lo es todo para la vida cristiana; sin oración, simplemente, "no somos".

La oración nos ancla en Cristo y así ninguna corriente nos arrastra.


La oración nos permite la comunicación con Cristo, el encuentro personal con Él, que transforma la vida, sin encerrarse en uno mismo, como un simple análisis psicológico de la propia persona.

La oración hace que crezcamos y crece todo con nosotros: nuestros deseos, nuestros apostolados, aquellos que están unidos a nosotros por la Comunión de los santos.

La oración es el camino de la santificación y del seguimiento de Cristo.

La oración previene las posibles caídas y endereza el corazón por gracia.

La oración nos inserta más en la Iglesia y clarifica y alienta nuestra propia identidad como católicos.

La oración nos eleva sobre lo mundano y temporal adquiriendo una visión de fe, sosteniendo la esperanza, encendiendo la caridad.

Pero necesitamos ahondar en la verdad de la oración, su contenido y su valor.

"Esta recreación de nuestro ser que opera la habitación de las Personas divinas en nosotros, establece entre ellas y nosotros un tipo de relaciones nuevas por las cuales nosotros somos arrebatados en el movimiento mismo de la vida trinitaria. El Espíritu, como dice san Ireneo, viene a tomar posesión de nosotros y nos da al Hijo y el Hijo nos da al Padre. "Si alguno me ama, vendremos a él y haremos en él nuestra morada" (Jn 14,23).

Toda alma bautizada posee en lo más íntimo de sí misma un santuario donde mora la Trinidad y donde siempre le es posible, en cualesquiera circunstancias, encontrar esa presencia de la Trinidad, puesto que ella traspasa los espacios sucesivos de la psicología para hundirse, como una piedra en el fondo del mar, en ese abismo que hay en nosotros y en el cual mora Dios.

La gran equivocación de nuestras vidas espirituales es que nos detenemos en esas zonas intermedias en lugar de alcanzar directamente a Dios. Nos dejamos invadir por las pesadumbres y los proyectos, los deseos y las preocupaciones. E incluso, si vamos más a fondo, es para apenarnos de nuestra propia miseria espiritual. En definitiva, nuestra vida interior no es, frecuentemente, sino una manera de ocuparnos de nosotros, más sutil, más refinada, menos grosera, más peligrosa. Se convierte a veces, simplemente en un modo de analizarnos a nosotros mismos. Mucho mejor sería entonces que nos ocupáramos de los demás antes que hacer ejercicios espirituales, pues al menos eso nos libraría de nosotros mismos.

La oración es hundirse en ese abismo donde mora la Trinidad, unirse a la Trinidad que mora en nosotros. Y aún cuando fuéramos culpables de las faltas más graves, es preciso comenzar por encontrar la Trinidad, y pensar luego en nuestros pecados. Si procedemos al contrario, no llegaremos jamás a ello. Pues es ahí donde es necesario encontrar lo que san Agustín llamaba la delectatio victrix, ese gusto vencedor. Sólo el placer triunfa sobre el placer. Jamás se ha triunfado del placer por el deber. El placer será siempre más poderoso que el deber. Esto es lo que quiere expresar san Agustín: "No se vence al placer sino por el placer". pero la delectatio victrix, la alegría divina, es un placer que vale, en efecto, más que todos los placeres. Cuando se ha renunciado a los placeres para alcanzar la alegría, se ha vencido sobre el plano mismo que es precisamente el del placer: hilarem datorem diligit Deus, "Dios ama a los que dan alegremente". Hay tantas personas que sirven a Dios mal de su grado. ¡Dios mismo desea de vez en cuando en cuando ser amado por gusto y no sólo por obligación!

He aquí precisamente la esencia de la oración: descubrir el esplendor de la Trinidad que es el arquetipo de toda belleza, el arquetipo de todo amor, y percatarse de que esta Trinidad mora en nosotros, reclamándonos para un intercambio de amor. Todo lo que se da parece como nada -según reza el Cantar de los Cantares-, al lado de lo que se adquiere en su lugar. Y esto no resulta difícil a condición, una vez más, de que se vaya al fondo, a condición de que se cese en la lucha, a condición de que se acepte el deber, a condición de que se sobrepase el plano de todas las cosas a las cuales uno se aferra en ese abismo de Dios, que es en donde de hecho nos hallamos sumergidos, pero que con tanta dificultad alcanzamos. A este nivel la Trinidad es inmensamente cercana, como esa maravilla de Dios que mora en nosotros para proporcionarnos la alegría y que siempre nos es posible alcanzar"

(DANIELOU, J., La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, pp. 35-37).

1 comentario:

  1. ¡Cuánta profundidad y verdad tiene el artículo!

    El ser humano es más que un sujeto u objeto de análisis y más que la simple racionalidad: el hombre está hecho a la imagen de Dios en lo espiritual y, por ello, Dios nos ha capacitado para vivir con Él, de quien proviene nuestro espíritu, nuestra alma y nuestra mente, precisamente para percibir y conocer a Dios.

    La persona, al empezar a relacionarse con Dios por medio de la oración, empieza una relación personal e íntima con El que ya no abandonará porque su propio espíritu encontró la respuesta de Dios y sintió su amor. Si el ser humano practica esta relación con Dios de forma constante, ha nacido de nuevo en su mente, en su alma y en su corazón para vivir teniendo a Dios en su vida, tal como estaba proyectado en la voluntad divina desde la creación del mundo.

    El supremo maestro de la oración es Jesús. La oración acompañaba todos los acontecimientos más importantes de su vida terrena. El Señor oró al recibir el bautismo de Juan, pasó toda la noche en oración antes de la elección de los Apóstoles, se retiraba frecuentemente a orar, también oró durante la Transfiguración, en el huerto de Getsemaní ante su inminente captura y cuando estaba en la Cruz.

    Envía, Señor, a la Iglesia tu Espíritu Santo (de las preces de Vísperas)

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